Aprendimos a ser cada vez menos educados. Aprendimos la mentira, el vicio, el hurto. Aprendimos historias que nunca se sintieron nuestras y valores que nunca fueron comprendidos.
Aprendimos a olvidar.
Olvidamos recibir lo bueno, luego lo necesario e incluso lo primordial. Estuvimos ocupados resistiendo de manera pasiva, o creativamente como dirían ellos. Nada volvió a ser lo mismo.
Ahora se alza la luna sobre mi cabeza. Mi entorno me regala la penumbra para que pueda divisarla, para que no me quede más remedio que sentarme y mirar hacia arriba. Me doy cuenta de que crecimos con el miedo. En la médula nos inculcaron el miedo. Callar o partir son las únicas soluciones viables. Yo respiro, observo.
Jamás me interesó buscar culpables, y mucho menos escuchar excusas que apañaban a los cobardes. Yo solo quería la paz, esa palabra cuyo significado va mermando estancada en el salitre. Pensé que encontraría paz en la patria, otra palabra que de tanto usarla ha gastado su potencial. Ya no siento nada cuando las escucho. Me quedo así, quizás como un muerto en vida, contemplando lo que he de vivir porque la situación se me escapa (y al parecer nadie tiene un control sobre ella).
Los días se vuelven grises y se acaban. Terminan amontonados en los rayones que marcan la racha de supervivencia. Se acaba el aliento de esperanza de los que quedamos relegados en el terruño. Me pregunto si queda mucho más por hacer.
La foto utilizada en este post es de mi propiedad