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Es difícil renegar de tus raíces, aunque emigres a un país distinto. En otros posts hacía un recuento de quién soy y porqué estoy en México, pero esto viene y no al caso. Y tengo que añadir que me he ausentado un poco de estos lares, porque he estado enfrascada en un arduo proceso de adaptación.
Cuando vienes de Cuba todo lo vemos distinto, y es, por ejemplo, este lugar que en mis primeras visitas al centro de la ciudad me recibió ingenua y desesperadamente.
Estoy en una ciudad colonial que lleva por nombre San Cristóbal de Las Casas, llena de turismo y variedad étnica, y en la foto de arriba les muestro una calle, por donde no está permitido el tránsito de automóviles y recibe el nombre de Andador. En mi país lo llamamos Bulevar.
A la vista de todos, hasta del menos observador, el Andador conjura la arquitectura local con la modernidad, y pincela una armonía visual en el entramado de sus calles estrechas, adoquinadas y llenas de vendedores ambulantes.
A esta bonita urbe podría llamarle pueblo mágico, como aparece en Google, pues les soy sincera, me gusta perderme entre sus calles y observar lo que me rodea con cierta ensoñación.
Aunque en alguna de mis anteriores publicaciones dije que me costó trabajo adaptarme, ahora me siento como en casa; extraño un poco, pero supongo que es normal. El día a día me va mostrando nuevas rutas y posibilidades.
En su intento de que veamos un cuadro al estilo romántico, la ciudad nos obliga continuamente a transportarnos por sus calles e interactuar con las distintas etnias de un lugar que permanece inmóvil en el tiempo.
Y este paraje cultural es uno de los más transitados; tiene una extensión de tres cuadras en las que puedes visitar cafeterías, restaurantes, panaderías, bares y tiendas que saltan a la vista de los turistas.
Sin embargo, lo más emblemático son los rostros que te tientan con algún dulce típico, tejidos a mano, figuritas bien coloridas, carritos llenos de macadamias, oradores de ocasión y por si fuera poco un caballete y blancas cartulinas.
Mi mirada se empeñó y fue más allá; cruzó los océanos y las religiones, las virtudes y los desenfados, las miserias y las utopías. Por esta vez fui soltando la pluma al compás del señor de traje y camisa blanca, que en el banquillo modelaba la figura de aquella mexicana con cabellos rubios.
Siempre la gente me impulsa a leer sus pensamientos y hay tardes en las que suelo leer tanto que llego a casa llena de telarañas en la cabeza.
Sonrío después de mi ducha habitual y vuelvo a conectar con el señor que recita versículos de la Biblia en tzotzil, pero con una variante de Chenalhó.
El señor no es una persona de calle. Por primera vez lo vi parado cerca de una farola. Parecía cansado. Pensé una y mil veces: ¿Por qué había ido ese día? ¿Quién lo esperaba en casa? Lo escudriñé tanto que me miró con ojos de aprobación, y sonreía como los niños cuando hacen alguna travesura. Luego él volvió a la banqueta y siguió voceando sus mensajes de Dios, a todo aquel que pasaba.
La gente seguía de largo, no reparaban en echarle a la suerte unas monedas y a él, que acicalaba su dicción para pronunciar su variante indefinida de tzotzil.
Por cosas del destino, supongo, el Andador invita a disfrutar de todas las puestas en escena: primero, segundo y tercer actos. Y es que en ocasiones lejos de ser lo que parece a simple vista, te remite a otros lugares y antecedentes, emerge como una oportunidad para simplemente capturar imágenes, y trasciende a los gastados pasos de la gente que viene y va con diversos fines.
Desde mi realidad entiendo que es una manera abierta en que se expresan todas las culturas, precisamente en un espacio donde se generan tantos conflictos y a la vez tantos desenlaces. El Andador muestra una convivencia armoniosa entre diversidades.
Apenas un instante después comprendo que no es derecho mío seguir adivinando los pensamientos de aquellas personas que van a toda prisa algunos, en lo que otros simplemente se estacionan para vender, y por qué no, observar.
Yo sólo soy un transeúnte, sin intención de convertirme en intrusa ante sus miradas. Mi mente otra vez elige el silencio; es demasiado y debo parar de jugar a escuchar.
Admirables y hermosas también se presentan las palomas de colores cenizos, rojizas, verdes, delgadas y ágiles, posadas en alguna puerta llena de colgantes de colores que me lleva a... bueno, no sé a dónde, ¿a la casa de una persona común?, ¿a uno de esos restaurantes adornados a la usanza de alguna cultura foránea?, ¿a alguien que tuvo la creatividad de decorar la fachada de su casa con estos colgantes de colores hechos a mano?
He acariciado en mi mente la idea de pintarlas con acrílico en cartulina, e imitar al señor del caballete o simplemente trazos ingenuos como he visto en cientos de casas y pequeños establecimientos.
Sin dudas, mientras más recorro las calles me enamoro de este pueblo mágico, aunque quisiera permanecer en su hechizo durante algunos años, busco la manera de sentirme bien conmigo misma.
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(Todas las fotos son de mi propiedad, a menos que indique lo contrario, tomadas con mi teléfono Smartphone Samsung A32)