Yesterday we inaugurated a new year in our lives. It is easy and quick to say, but it is not so, really. Especially when you are older, as is my case, the years do not come in vain; obviously, they have their burden. Of course, we are all glad to be alive in this course that is existence, despite the limitations and difficulties we face (and in my country -Venezuela- we face them, and very hard!)
However, to know we are alive at the dawn of the new period, to enjoy the delicate breeze of the rising morning, which reaches me with its passing marine aroma (my city -Cumaná- is a city on the eastern coast of the country) and the warm lightening of the sun. Experiencing the bitter taste of black coffee that impregnates our spaces with its intoxicating smell and awakens the vivid nostalgia of the days. We listen again to that hymn to life that Louis Armstrong's husky voice gives us in his “What a Wonderful World”, and we rediscover the hope and beauty that matures in slowness and even in sadness.
I take refuge in my soul as one who enters a shady and serene corner. I let my thoughts flow, discontinuous and silent, as perhaps all authentic thinking is. Images come and go; those of untainted childhood, those of joyful youth, those of sober adulthood, but with a bouquet of desirous and colorful liquor. And with them, the memories of losses: of lost loves, of departed friends and loved ones. And some verses I wrote some time ago resound, in that essential craft that poetry is for me:
It is there,
without permission,
life,
forever.
It is there,
complete and precarious,
precise and ambiguous,
our only kingdom.
I return to this “being-there”, as Heidegger would say. Feeling the breath of sensations, mixed as raigal synesthesia, wandering through my ideas and things as an inevitable “flaneur”, signing once again the commitment to life, which is also death.
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En el ciclo de la vida
Inauguramos ayer un nuevo año en nuestras vidas. Se dice fácil y rápido, pero no es así, en verdad. Sobre todo cuando se es mayor, como es mi caso, los años no llegan en vano; obviamente, tienen su carga. Por supuesto, todos nos alegramos de seguir con vida en este decurso que es la existencia, pese a las limitaciones y dificultades que confrontamos (¡Y vaya que en mi país —Venezuela— las confrontamos, y bien duras!).
Sin embargo, saberse vivos ante el amanecer del nuevo periodo, disfrutar de la brisa delicada de la naciente mañana, que llega hasta mí con su pasajero aroma marino (mi ciudad –Cumaná– es una ciudad de la costa oriental del país) y el cálido clarear del sol. Experimentar el amargo sabor del café negro que impregna con su embriagante olor nuestros espacios y despierta la vívida nostalgia de los días. Escuchamos nuevamente ese himno a la vida que la voz ronca de Louis Armstrong nos regala en su "What a Wonderful World", y nos reencontramos con la esperanza y la belleza que madura en la lentitud y hasta en la tristeza.
Me resguardo en mi alma como quien entra a un rincón sombreado y sereno. Dejo manar los pensamientos, discontinuos y callados, como quizás sea todo auténtico pensar. Las imágenes van y vienen; las de la impoluta infancia, las de la gozosa juventud, las de la adultez sobria, pero con bouquet de licor deseoso y colorido. Y con ellas, los recuerdos de las pérdidas: de los amores idos, de los amigos y seres queridos que han partido. Y resuenan unos versos que hace algún tiempo escribí, en ese esencial oficio que es para mí la poesía:
Está ahí,
sin permiso,
la vida,
para siempre.
Está ahí,
completa y precaria,
precisa y ambigua,
nuestro único reino.
Vuelvo a este "estar-ahí", como diría Heidegger. Sintiendo la respiración de las sensaciones, mezcladas como sinestesia raigal, deambulando por mis ideas y las cosas como un "flaneur" inevitable, firmando una vez más el compromiso con la vida, que es también la muerte.
