Como un fantasma que pasea por los pasillos de mi casa, en eso me convertí yo.
En extraño que usa mi ropa, mis zapatos, mis accesorios, mis cosas.
Caminando como si fuese una maquina programada para ciertas actividades, en piloto automático.
Sin emociones, sin motivación, sin estímulos ni mucho menos sueños.
Me he perdido a lo largo de los años, al punto en que ya no sé quién es la persona que miro al espejo, solo veo tristeza, decepción y desilusión.
Aprendí a fingir muy bien, a hacerle creer a todos que sigo siendo la misma chica graciosa y cariñosa que alguna vez fui.
Sigo prestándole mi luz y mi calor a todos cuando ya ni siquiera alcanza para mí.
Estoy rodeada de gente pero siempre me siento desolada.
Quiero un abrazo pero ninguno me sacia las ganas.
Quiero cosas pero no soy merecedora de ellas.
Doy todo de mí hasta quebrarme y nunca ha sido suficiente, nunca es suficiente.
El operador de está máquina sigue siendo un felino negro de 3 años y casi 5 kilos que me da la orden de levantarme porque tiene hambre, para después producir dinero y que nunca le falte nada.
Dependiendo casi al 100% del café negro de la mañana, y en el transcurso, para sobrellevar un día más; mi récord son cuatro tazas.
Mi familia está, pero no la siento.
Mis amigos están, pero no los siento.
Mi pareja está, pero no la siento.
Ya no tengo hambre, otra vez.
Ya no quiero bañarme, otra vez.
Ya no quiero salir, otra vez.
Ya no quiero hablar con nadie del tema, otra vez.
Ya no quiero escuchar música, otra vez.
Pero tampoco quiero seguir fingiendo que estoy bien, que todo está bien, esta máscara me pesa y mis 46 kilos no me dan para sostenerla más.
Dicen que así se siente la depresión, realmente creo que simplemente así se siente la adultez pero nadie te lo dice porque a los niños no se les dice la verdad y es mejor dejar que ellos se den cuenta por sí mismos.