El último encuentro
En un ala tranquila del edificio, donde el silencio únicamente se veía interrumpido por el suave zumbido de las máquinas y el ocasional murmullo de las enfermeras, se encontraba la habitación 36. En el interior, las paredes, pintadas de blanco inmaculado, reflejaban la tenue luz que se filtraba a través de las persianas parcialmente cerradas, creando una atmósfera serena y casi etérea.
En el centro de la habitación, una cama con sábanas perfectamente alisadas y una colcha azul pálido ofrecía descanso a un anciano. A un lado, una mesilla metálica sostenía un jarrón de flores frescas, cuyo delicado aroma intentaba suavizar el aire estéril y desinfectado. Encima de la mesa, un libro de tapa dura yacía abierto, como si el lector hubiera sido interrumpido en mitad de una página apasionante.
El monitor cardíaco, con su pantalla parpadeante, emitía un ritmo constante y tranquilizador, mientras una bolsa de suero salino colgaba de un soporte cercano, goteando lentamente su contenido vital. Al otro lado de la cama, una silla de respaldo alto ofrecía un lugar para sentarse a los visitantes, con su tapicería de cuero desgastada por el uso y el tiempo.
Las persianas, mecidas ligeramente por la brisa entrante, traían consigo el sonido lejano de la ciudad siguiendo su curso. Y en la pared opuesta, un cuadro de paisajes montañosos ofrecía una escapatoria visual, una promesa de libertad más allá de las cuatro paredes. Cada detalle de la habitación estaba diseñado para ofrecer consuelo y esperanza, un refugio temporal en medio de la incertidumbre y la fragilidad de la vida.
Allí pasaba sus días Santiago, postrado, luchando contra una enfermedad terminal. Su cuerpo estaba débil y su espíritu, aunque resistente, empezaba a flaquear. La única conexión que tenía con el mundo exterior era la ventana que daba al jardín del hospital. Todas las mañanas, el sol se filtraba a través de las persianas, iluminando su rostro pálido y cansado. El anciano miraba con nostalgia el cielo azul y las flores mecidas por la brisa, deseando liberarse de su sufrimiento.
Un día, mientras contemplaba las flores que golpeaban la ventana, apareció de la nada un colibrí. Era una criatura pequeña, con plumas que reflejaban todos los colores del arcoiris. El ave se posó en el marco de la ventana y observó a Santiago con curiosidad. Sus ojos brillaban con una inteligencia inusual, y el hombre sintió una conexión inmediata con el pájaro. Día tras día, el colibrí volvía a la misma hora, y El Viejo esperaba ansioso su visita. Había algo en la mirada del colibrí que le daba esperanza, una chispa de vida que había perdido.
Con el tiempo, Santiago empezó a darse cuenta de que el colibrí no era un pájaro corriente. Había algo casi humano en su comportamiento, en la forma en que lo miraba directamente a los ojos y en cómo parecía comprender su dolor. Una tarde, cuando el sol se ponía y el cielo se teñía de tonos naranjas y rosas, el colibrí se acercó más que nunca. Se acercó al marco de la ventana y, con un suave aleteo, consiguió colarse en la habitación.
Santiago sintió una mezcla de asombro y alegría. El colibrí voló por la habitación, explorando todos los rincones, antes de posarse suavemente sobre el pecho. En ese momento, un calor desconocido inundó su cuerpo. Miró al colibrí y, en sus ojos, vio algo que le dejó sin aliento. Era como si el pájaro llevara consigo a alguien a quien había amado profundamente.
De repente, los recuerdos empezaron a inundar la mente de Santiago. Recordó a su esposa Elena, quien había muerto años atrás. Evocó su risa, sus caricias y los momentos felices que habían compartido. Entonces una lágrima rodó por su mejilla al darse cuenta de la verdad. El colibrí era el espíritu de Elena, que había venido a buscarle como le había prometido, para llevarlo a un lugar donde no acontecía dolor ni sufrimiento.
Con una sonrisa en los labios y una paz que no había sentido en años, Santiago cerró los ojos. El colibrí permaneció sobre su pecho, con su corazoncito latiendo en sincronía con el del anciano. Poco a poco, la respiración de Santiago se hizo más lenta hasta que, finalmente, se detuvo. En ese instante, el colibrí alzó el vuelo, llevándose consigo el alma de Santiago.
La habitación quedó en silencio, iluminada por la suave luz de la luna que se filtraba por la ventana. Afuera, el jardín seguía floreciendo, mientras el colibrí continuaba su vuelo hacia el horizonte, guiando a Santiago por una fuerza invisible. Juntos atravesaron campos y bosques, hasta que por fin llegaron a un lugar mágico, un jardín celestial donde las flores nunca se marchitan y el aire se llena de una fragancia dulce y reconfortante.
Al acceder en el jardín, Santiago se encontró erguido, rejuvenecido y libre de dolores. El colibrí empezó a crecer y a adoptar una apariencia humana. Era Elena, con una sonrisa radiante, se abrazaron, sintiendo una paz infinita, donde el dolor se desvaneció y la paz persistió para siempre.
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