La trampa del espectro
En un pequeño espacio del mapa, casi imposible de encontrar para el ojo humano, existía un lugar, una aldea cuya densidad de árboles y ramas formaba un dosel casi impenetrable. Las nubes, siempre presentes, filtraban la luz del sol en haces dorados que bailaban entre las hojas, creando un juego de sombras y luces en el suelo. El azul profundo del cielo contrastaba con el verde intenso de la vegetación, mientras el viento susurraba secretos ancestrales. Entre las copas de los árboles, los pájaros, con sus melodiosos cantos, llenaban el aire de vida, y los insectos, en su incansable labor, tejían una sinfonía de zumbidos y murmullos. Al final del camino principal, entre la espesura, se alzaba una torre de piedra.
Esta estructura, vieja y sombría, había sido abandonada durante décadas, y los habitantes del pueblo evitaban acercarse a ella. Decían que estaba maldita, que guardaba secretos tenebrosos, que solo los locos o hambrientos de curiosidad se atrevían a explorarla y aquellos que se aventuraban en su interior nunca regresaban.
Para Thomas, de doce años, conocido por su desobediencia y su insaciable curiosidad, todas aquellas leyendas sobre la torre eran fascinantes y cada vez se convertían en un reto irresistible.
Una tarde de otoño, mientras el sol se ocultaba tras las montañas, Thomas decidió que era el momento de explorar la torre. Ignorando las advertencias de su abuela, y burlando la seguridad de sus padres, se dirigió hacia el bosque. Con una linterna en mano y su mochila llena de provisiones, se adentró en el sendero que conducía a la misteriosa estructura de piedra.
El camino estaba cubierto de hojas secas que crujían bajo sus pies. A medida que avanzaba, el bosque se volvía más oscuro y silencioso. Thomas comenzaba a experimentar escalofríos que recorrían su espalda, pero su determinación era más fuerte que su miedo. Finalmente, llegó a la base de la torre. La estructura se alzaba imponente ante él, con sus muros cubiertos de enredaderas y musgo.
Thomas empujó la pesada puerta de madera y esta se abrió con un chirrido ensordecedor. El interior de la torre estaba sumido en la penumbra, y el aire olía a humedad y moho. Encendió la linterna y procedió a investigar. Las paredes estaban decoradas con viejos tapices descoloridos y extrañas manchas que no lograba descifrar. Mientras que el suelo estaba cubierto de polvo y escombros.
Luego, subió por una escalera metálica en forma de caracol que crujía bajo su peso. Cada paso rechinaba en el silencio, y Thomas no podía evitar sentir que alguien o algo observaba sus movimientos. Al llegar al primer piso, encontró una especie de habitación pequeña, en ella había una serie de cadenas oxidadas y en el rincón un viejo escritorio con un diario cubierto de polvo. Lo abrió y comenzó a leer.
El diario pertenecía a un hombre llamado Sebastián, quien había vivido en ese lugar hacía muchos años y fue un alquimista, obsesionado con descubrir los secretos de la inmortalidad. Sus escritos hablaban de experimentos oscuros y rituales prohibidos en contra de los seres vivos. Thomas sintió un estremecimiento al leer sobre las criaturas que Sebastián había invocado y los horrores que desató en aquel entonces en el pueblo.
De repente, un ruido proveniente del piso superior interrumpió su lectura. El chico apagó la linterna y se quedó inmóvil, conteniendo la respiración. El sonido se repetía, como si alguien arrastrara algo pesado. Entonces, armado de valor, decidió investigar. Subió cautelosamente las escaleras, intentando no hacer ruido para que lo que fuera que hubiera arriba no le descubriera.
Al llegar al último piso, encontró una puerta entreabierta, la empujó lentamente y descubrió otra habitación iluminada por la luz de la luna que se filtraba por una ventana rota. En el centro de la habitación, yacía en el suelo una osamenta casi hecha polvo, acostada sobre dibujos de extraños símbolos, todo rodeado por un perfecto círculo que formaban lo que quedaba de las velas. Thomas sintió un nudo en el estómago al darse cuenta de que estaba en el lugar donde Sebastián había realizado su último ritual.
De repente, una figura apareció en la esquina de la habitación. Era un hombre de aspecto demacrado, con ojos hundidos y una expresión de desesperación. Thomas retrocedió, pero el hombre levantó una mano en señal de paz.
—No temas, niño —dijo con voz ronca— He estado atrapado aquí durante siglos, por culpa de un monstruo llamado Sebastián.
Thomas no podía creerlo, frente a él estaba una víctima del dueño del diario. Aunque parecía más un espectro que un ser humano.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Thomas, tratando de mantener la calma.
—Necesito tu ayuda para romper la maldición —respondió el hombre—. Tú puedes deshacer el hechizo que me ata a esta torre.
Thomas dudó, pero su curiosidad y su deseo de ayudar fueron más fuertes. Aquel hombre le explicó que debía encender las velas y recitar una antigua oración que estaba escrita en el diario de Sebastián. Thomas siguió las instrucciones, y a medida que recitaba las palabras, la habitación, la torre entera temblaba.
De pronto, un viento helado sopló a través de la abertura que había en la ventana, apagando las velas y sumiendo la habitación en la oscuridad. Thomas sintió que algo lo agarraba por los hombros y lo levantaba del suelo. Gritó, pero su voz se perdió en el vacío. Todo se detuvo, la habitación quedó en silencio, y la figura de Thomas se encontraba sola en el sitio.
A su alrededor no había más que oscuridad. Sin embargo, no se le dificultó bajar las escaleras y salir de la torre. Sintió un alivio enorme: había logrado lo que tanto deseaba.
Desafortunadamente, ni los padres del niño ni nadie del pueblo se enteró de la visita a la torre, pero Thomas sabía la verdad. Inocentemente, había liberado a Sebastián, si aquel hombre que fingió ser prisionero robó su cuerpo, su apariencia y su vida. Mientras que él ahora era prisionero de aquella torre.
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