Hay momentos donde los recuerdos que llegan a nuestra mente nos dan la inspiración para escribir una historia. Panchita fue parte de la vida de mi familia y su muerte como la de todo ser al que se ama, nos entristeció. Este relato es un recuerdo de ese momento.
Panchita me la había regalado, una amiga que vivía en una casa con un patio grande con mucha vegetación y una de sus morrocoyas había tenido ocho morrocoyitos y me pregunto si quería uno. Le dije que si porque me gustan los animales y ese amor se lo había inculcado a mis hijos.
Estaba muy pequeña cuando la recibimos en casa con mucha alegría y le pusimos por nombre Panchita, la razón... no la recuerdo.
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Ella se acostumbró a caminar por todo el apartamento, pero su lugar favorito era la cocina, y creo que esa fue la razón de que su vida fuera tan efímera, aun cuando los morrocoyos pueden durar muchos años, más de veinte.
Además de darle de comer vegetales, ella se comía cuanto trocito de comida caía al suelo. Creo que debe haberse atragantado con algo porque a los días de buscarla por toda la casa, la encontré detrás de la nevera... muerta.
Decidimos que había que enterrarla, que su cuerpo reposara en la tierra. Así que yo y mis tres hijas, nos dirigimos a un parque muy bonito con mucha vegetación llevando en una cajita de zapatos el cuerpo de Panchita listas para la ceremonia.
El día estaba tan hermoso, el cielo de un azul intenso y los árboles con su copa muy verde, como ocurre en época de lluvias.
Caminamos por el parque buscando un lugar adecuado y lo encontramos. Un sector un poco retirado de las áreas más concurridas por los visitantes del parque. Allí, al lado de un pequeño árbol de tamarindo, abrimos un hoyo lo suficientemente profundo para su cuerpecito.
En el momento en que abrí la caja para sacar el cuerpo de nuestra morrocoyita... nos asombramos. Yuri la más pequeña, pegó un grito y se retiró asustada.
— ¡Qué feo! dijo tapándose los ojos.
El cuerpo de Panchita se había deformado. Su cabeza y sus patas se habían salido del caparazón y se veían estirados. Había perdido el hálito de la vida, esa energía vital que se escapa con la muerte y de lo que era una hermosa tortuga no quedaba sino su envoltorio.
Me apresuré a colocarlo en el hoyo y la cubrimos con tierra.
Han pasado muchos años desde ese día. Recientemente, caminé por el parque. El árbol de tamarindo estaba frondoso y lleno de frutos. Y pensé que Panchita forma parte de este ciclo de vida. Su materia aún permanece aquí.
There are moments when the memories that come to our mind give us the inspiration to write a story. Panchita was part of my family's life and her death, like the death of everyone we love, saddened us. This story is a memory of that moment.
Panchita had given her to me as a gift, a friend who lived in a house with a big yard with lots of vegetation and one of her morrocoys had had eight morrocoys and she asked me if I wanted one.
I said yes because I love animals and I had instilled that love in my children.
She was very small when we received her at home with great joy and we named her Panchita, the reason... I don't remember.
She got used to walking all over the apartment, but her favorite place was the kitchen, and I think that was the reason why her life was so short-lived, even though morrocoyos can last for many years, more than twenty.
In addition to feeding her vegetables, she would eat every bit of food that fell on the floor. I think she must have choked on something because after a few days of looking for her all over the house, I found her in the fridge... dead.
We decided she needed to be buried, her body laid to rest in the ground. So me and my three daughters went to a beautiful park with lots of vegetation, carrying Panchita's body in a shoebox ready for the ceremony.
The day was so beautiful, the sky a deep blue and the trees with their canopy very green, as it happens in the rainy season.
We walked through the park looking for a suitable place and we found it. A sector a little removed from the areas most frequented by visitors to the park. There, next to a small tamarind tree, we opened a hole deep enough for his little body.
The moment I opened the box to take out the body of our little morrocoyita... we were amazed. Yuri, the youngest, screamed and pulled back in fright.
"But how ugly!" she said, covering her eyes.
Panchita's body had become deformed. Her head and legs had come out of their shells and looked stretched out. It had lost the breath of life, that vital energy that escapes with death, and all that remained of what was once a beautiful turtle was its shell.
I hurried to place it in the hole and we covered it with earth.
Many years have passed since that day. Recently, I walked through the park. The tamarind tree was lush and full of fruit. And I thought that Panchita is part of this cycle of life. Her matter still remains here.
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