On a cold and sunny winter Sunday, Marta woke up early, feeling the fresh air that filtered through the half-open window of her room. He decided it would be the perfect day to enjoy a quiet morning at his favorite cafe.
After wrapping up in her favorite wool sweater and her warmest scarf, Marta left her house and walked through the still silent streets of the city. The sun was shining in the clear sky, but the frosty air was pink on her cheeks, reminding her that winter was not over yet.
Arriving at the cafe, the welcoming aroma of freshly ground beans and baked bread immediately enveloped her. Marta smiled and greeted the barista, who already knew her well. He sat at a table by the window, where he could see how the sun illuminated the street, making the snowflakes that still remained from the previous day shine.
He ordered his usual: a piping hot latte and a portion of freshly baked croissants. The croissants arrived at their table, golden and crispy on the outside, and tender and fluffy on the inside. He took one in his hands and, as he bit into it, he felt the buttery, slightly sweet taste mix with the heat of the coffee he sipped next.
Every bite of the crescent and every sip of coffee was a comfort against the cold outside, a small pleasure that made winter seem more bearable. While enjoying her breakfast, Marta watched people pass by on the street, some in a hurry and others simply enjoying the rare winter sun, just like her.
At that moment, Marta felt grateful for the little things: the taste of a good croissant, the warmth of a coffee, and the beauty of a winter Sunday that allowed her to enjoy life at a slower and more reflective pace.
En un frío y soleado domingo de invierno, Marta se despertó temprano, sintiendo el aire fresco que se colaba por la ventana entreabierta de su habitación. Decidió que sería el día perfecto para disfrutar de una mañana tranquila en su café favorito.
Después de abrigarse con su suéter de lana favorito y su bufanda más cálida, Marta salió de su casa y caminó por las calles aún silenciosas de la ciudad. El sol brillaba en el cielo despejado, pero el aire helado le rosaba las mejillas y le recordaba que el invierno aún no había terminado.
Al llegar al café, el aroma acogedor de los granos recién molidos y el pan horneado la envolvió de inmediato. Marta sonrió y saludó al barista, quien ya la conocía bien. Se sentó en una mesa junto a la ventana, desde donde podía ver cómo el sol iluminaba la calle, haciendo brillar los copos de nieve que aún quedaban del día anterior.
Pidió su habitual: un café con leche bien caliente y una porción de medialunas recién horneadas. Las medialunas llegaron a su mesa, doradas y crujientes por fuera, y tiernas y esponjosas por dentro. Tomó una entre sus manos y, mientras la mordía, sintió cómo el sabor mantecoso y ligeramente dulce se mezclaba con el calor del café que sorbió a continuación.
Cada bocado de la medialuna y cada sorbo de café eran un consuelo contra el frío exterior, un pequeño placer que hacía que el invierno pareciera más llevadero. Mientras disfrutaba de su desayuno, Marta observaba a la gente pasar por la calle, algunos apresurados y otros simplemente disfrutando del raro sol invernal, igual que ella.
En ese momento, Marta se sintió agradecida por las pequeñas cosas: el sabor de una buena medialuna, el calor de un café, y la belleza de un domingo invernal que le permitía disfrutar de la vida a un ritmo más lento y reflexivo.
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Hasta la próxima.