Su madre se lo decía todos los días cuando se levantaba temprano a ayudarla a hacer el desayuno y vestía a sus dos hermanos menores para que fueran al colegio en el destartalado bus escolar que hacia parada a una cuadra de su casa.
Se lo decía su abuela, con una sonrisa carente de algunos dientes pero rebosante de dicha y espíritu, cuando la acompañaba al mercado los jueves y domingos a comprar la canasta familiar.
Se lo decía su hermanita Raquel, que amaba jugar fútbol y pegarse con los otros niños mas grandes del barrio, cuando el iba a rescatar el balón del patio de Don Julio custodiado por un macizo pastor alemán que nunca dejaba de ladrar y cuando se batía en duelo con alguien que osase hacerla llorar.
Se lo decía su hermanito Víctor, cuando producto de una de sus constantes travesuras rompía algún florero y él se echaba la culpa y recibía un par de nalgadas de mamita Lucía, su abuela.
Eugenio jamas dudó que el era un buen hombre. Ni cuando un viernes de agosto le ofrecieron ir a un pueblito en la frontera del país a atender un hospitalucho, que parecía las ruinas de algún templo maya perdido en los espirales del tiempo. Le sonrió al director y asintió gustoso.
Esa misma noche mientras preparaba su equipaje, puesto que debía de partir el lunes muy temprano, su novia fue a visitarle, y aunque lloró desconsolada porque lo extrañaría, no le pidió que se quedara con ella. Ella también sabia que él era un buen hombre. Por eso, entre todos los pretendientes que habían hecho cola para mimarla con dádivas y falsas cortesías, ella los rechazó, y lo prefirió a él. Le ayudó a empacar las maletas, y colocó entre sus camisas, una foto de ambos, del día en que él le propuso matrimonio.
Eugenio le prometió que volvería antes del día que acordaron sería su boda. Ella negó con la cabeza y le dijo que no importaba cuanto demorase, que ella siempre estaría esperándolo. Que cuando dos almas gemelas se encuentran no existe poder en el mundo que pueda impedir que terminen juntas.
Llegado el lunes, todos sus conocidos fuimos a despedirle a la estación. Y el no soltó una lagrima porque no quería vernos llorar. Se despidió con una gran sonrisa y le mandó un beso volado a Graciela, su prometida, que hizo ademanes en el aire de atraparlo y se lo llevó al centro del pecho, junto a su corazón, donde él residía cada segundo.
Cuando hubo llegado al pueblo, vio que todo era mas triste de lo que habría imaginado, y aunque nunca pensó que hubiera tantas tonalidades de gris descubrió que el gris podía hallarse, incluso, en las empedradas calles, encaladas viviendas y en el aspecto decaído de las gentes, en los guijarros del suelo, en las mariposas y en las hojas de cada árbol.
Se asentó en un edificio de dos plantas que tenía en la fachada, con letras gigantes, el rótulo de “Hospital Público”, pero que no era más que una posta médica olvidada por los opulentos hombres de saco y corbata que gobernaban en la lejana capital. A pesar que una gran transnacional minera estaba a media hora, río arriba, extrayendo las riquezas de la región, jamás recibieron ayuda de esta.
Eugenio decidió no perder más el tiempo y comenzó a recibir, en una improvisada oficina, a todos los enfermos del pueblo. Los recibía con su característica sonrisa y pronto se ganó el afecto de todos los padres que traían a sus pequeños a la consulta.
La mayoría de los niños, malnutridos y delgados, tenían altísimas cantidades de plomo en la sangre. Algunos que no habían recibido durante años un tratamiento adecuado no llegarían a la adolescencia. Morirían antes de dar su primer beso o tener una cita romántica. El cáncer apagaría la llama de sus corazones en cuestión de meses.
Organizó a los padres para que a través de incontables cartas pusieran en conocimientos de las autoridades y prensa como la Minera estaba matándolos de a poco.
Eugenio jamás dudo que era un buen hombre, ni en los malos momentos. Vestido con un disfraz de conejo, que una de las madres le confeccionó cuando escuchó su plan, alegraba a aquellas pequeñas almas que no tenían la culpa de nada, cada fin de semana, realizando una graciosa obra teatral en la que el era el héroe de cada aventura. No dejó de hacer esta puesta en escena ni cuando Antonio, el más pequeño de todos sus pacientes, partió un sábado con una sonrisa sincera en el rostro. No dejó de hacerlo, a pesar que mes tras mes, había menos caritas a las que hacer sonreir, porque el veneno en sus cuerpos no tenia piedad de aquellas inocentes criaturas. No dejó de hacerlo ni cuando recibió una carta de su hermana Raquel, comunicándole que Graciela había muerto por resistirse a un asalto a mano armada. Lloró. Lloró muchísimo, noches y noches, pero cada fin de semana aparecía en la segunda planta de la posta médica, donde se había habilitado la sección de pacientes en fase terminal, y comenzaba su show para sacar sonrisas que el mismo no podía sentir tras ese afelpado disfraz.
Eugenio era una gran hombre, de eso nadie tenía dudas. Quizás por eso, lo necesitaban en el Cielo. Y se lo llevaron para que siguiera haciendo reír a los pequeños ángeles con su divertido espectáculo.
Nunca se supo quien fue el culpable de semejante crimen. Algunos dicen un ladrón ebrio; otros que un padre que le culpaba de no haber podido salvar a su niño; nosotros, que fueron los dueños de la Minera para salvaguardar sus intereses.
Pero una cosa si sabemos todos los que conocimos a Eugenio: que él siempre fue un buen hombre.
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His mother told him so every day when he got up early to help her make breakfast and dress his two younger brothers to go to school in the rickety school bus that stopped a block away from their house.
His grandmother would tell her, with a smile lacking a few teeth but brimming with joy and spirit, when she would accompany her to the market on Thursdays and Sundays to buy the family basket.
His little sister Rachel, who loved to play soccer and hit each other with the other older children in the neighborhood, would tell him that when he went to rescue the ball from Don Julio's yard, guarded by a massive German shepherd who never stopped barking, and when he would duel with anyone who dared to make her cry.
His little brother Victor would tell him so, when as a result of one of his constant pranks he would break a flower vase and he would blame himself and receive a spanking from grandmom Lucy, his grandmother.
Eugene never doubted that he was a good man. Not even when one Friday in August he was offered to go to a small town on the border of the country to attend a small hospital, which looked like the ruins of some Mayan temple lost in the spirals of time. He smiled at the director and nodded willingly.
That same night while he was preparing his luggage, since he had to leave very early on Monday, his girlfriend came to visit him, and although she cried inconsolably because she would miss him, she did not ask him to stay with her. She also knew that he was a good man. So, among all the suitors who had lined up to pamper her with gifts and false courtesies, she turned them down, preferring him instead. She helped him pack his suitcases, and placed between his shirts, a photo of the two of them, from the day he proposed to her.
Eugene promised her that he would be back before the day they agreed would be their wedding. She shook her head and told him that no matter how long it took, she would always be waiting for him. That when two soul mates meet there is no power in the world that can stop them from ending up together.
Come Monday, all his acquaintances went to see him off at the station. And he didn't shed a tear because he didn't want to see us cry. He said goodbye with a big smile and sent a kiss to Graciella, his fiancée, who made gestures in the air to catch it and took it to the center of her chest, next to her heart, where he lived every second.
When he had reached the town, he saw that everything was sadder than he had imagined, and although he never thought there were so many shades of gray, he discovered that gray could be found even in the cobblestone streets, whitewashed houses and in the decayed appearance of the people, in the pebbles on the ground, in the butterflies and in the leaves of every tree.
He settled in a two-story building that had on its façade, in giant letters, the sign "Public Hospital", but which was nothing more than a medical post forgotten by the opulent men in suits and ties who ruled in the distant capital. Although a large transnational mining company was half an hour upriver, extracting the riches of the region, they never received any help from it.
Eugene decided not to waste any more time and began to receive, in an improvised office, all the sick people of the town. He received them with his characteristic smile and soon won the affection of all the parents who brought their children to his office.
Most of the children, malnourished and thin, had very high amounts of lead in their blood. Some who had not received adequate treatment for years would not reach adolescence. They would die before they had their first kiss or a romantic date. Cancer would extinguish the flame in their hearts in a matter of months.
He organized the parents so that through countless letters they could inform the authorities and the press how the mining company was killing them little by little.
Eugene never doubted that he was a good man, even in bad times. Dressed in a rabbit costume, which one of the mothers made for him when she heard his plan, he would cheer up those little souls who were not to blame for anything, every weekend, performing a funny theatrical play in which he was the hero of each adventure. He did not stop doing this staging even when Antonio, the smallest of all his patients, left one Saturday with a sincere smile on his face. He did not stop doing it, even though month after month, there were fewer little faces to make smile, because the poison in their bodies had no mercy for those innocent creatures. She did not stop even when she received a letter from her sister Rachel, telling her that Graciella had died for resisting an armed robbery. He cried. He cried a lot, nights and nights, but every weekend he would appear on the second floor of the medical post, where the section for terminally ill patients had been set up, and he would start his show to bring out smiles that he himself could not feel behind that plush disguise.
Eugene was a great man, of that no one had any doubt. Maybe that's why he was needed in Heaven. And he was taken away to continue making the little angels laugh with his funny show.
It was never known who was the culprit of such a crime. Some say it was a drunken thief; others say it was a father who blamed him for not having been able to save his child; we say it was the owners of the Mine to safeguard their interests.
But one thing all of us who knew Eugene know is that he was always a good man.
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