Creative Non Fiction / Mum on the verge of a nervous breakdown. / Mamá al borde de un ataque de nervios.

Es increíble lo que pueden hacer las hormonas! De ser una niña complacida y complaciente torné en un ser, una adolescente, recalcitrante. Algún pensador, mi memoria se lo adjudica a Platón, tenía la opinión de que es un milagro el hecho de que los hombres sobrevivan la adolescencia. Lo he visto claro muchas veces. Cuando yo llegué a esa etapa sufrí un maremoto en mi cerebro. Se me planteó el mundo en blanco y negro y me hice las preguntas sin respuestas. Preguntas tales como ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí? o, ¿Es el mundo justo? Fueron momentos difíciles.

Hoy agradezco que pude echar mano de un recurso mágico: Había crecido con la imagen de mi madre leyéndonos cuentos infantiles por la noche. Comencé a leer obsesivamente. En principio fue peor la cura que la enfermedad. De querer saberlo todo pasé a creer saberlo todo, a todo le buscaba una complicación, tenía un gusto extraño por la porfía y una fascinación por el contraste de las ideas en las conversaciones de las personas.

Comencé, empoderada por mis lecturas, a retar a mis figuras de autoridad dando explicaciones que nadie me estaba pidiendo. Un día escuché que mi hermano, dos años mayor que yo, le recomendaba a otro hermano (menor que nosotros dos) sobre la conveniencia de pintar de color blanco el agua que intentaba representar en un dibujo.

Me acerqué a ellos y entornando mis ojos le dije a mi hermano mayor.

“Oye, tú podrás estar en segundo año de bachillerato grado, pero no puedes decir que el agua es blanca. El agua es transparente”. (Yo estaba en ese momento estudiando mi último año en la primaria.)

“No hay un color transparente aquí” dijo mi hermano con voz insegura, mirando los creyones.

“Los pintores pintan el agua de manera que se mira transparente” respondí, sabihonda.

(Aquí debo agradecer la existencia en casa de enciclopedias que mamá mantenía como un tesoro. Fueron un tesoro a para mí, especialmente la enciclopedia sobre pintores universales que llenaron de belleza tantos momentos “ensimismados” en mi adolescencia.)

Después de mi respuesta, desde el pasillo, se escuchó la risa de papá en toda la casa. Mi madre atraída por la risa se acercó a mi padre y en voz baja le preguntó qué pasaba. Papá le respondió en voz baja y mi madre se acercó a mí. Me miró, con sus ojos entornados, directamente a los míos por unos segundos, en su manera telepática de decirme muchas cosas sin palabras. Luego regresó, meneando la cabeza en señal de desaprobación, a sus labores.

Ahora sé, porque lo he vivido en carne propia -y porque lo veo constantemente- por lo que pasan las madres que tienen hijos adolescentes sabihondos. Surgió en mí una suerte de competencia con mamá. Una muestra más en el universo de cómo pueden ser de conflictivas las relaciones entre madres e hijas. Un día mamá me regaño por algún motivo que entró en el olvido rápidamente. Mi respuesta fue feroz. Me negué a almorzar ese día, me encerré en mi cuarto y por la tarde mamá se acercó a mi cuarto, toco la puerta y me ordenó salir a comer.

Mi respuesta fue inclemente:

“No voy a comer lo que quiero es morir de inanición”

“¿Qué dijiste?”

“Que quiero morir de inanición” repetí cruelmente. No pensaba en absoluto preocupar a mi madre con la idea de que su hija muriera. Quería hacerle ver que ella no conocía el significado de la palabra “inanición”.

Mamá guardó silencio y yo no medí las consecuencias. Después de unos segundos sentí el ruido de una llave en la cerradura.

Mamá entró, fue directamente a mi pequeño estante de libros, no encontró lo que buscaba, tiró la vista alrededor, levantó las sábanas y allí estaba. Tomó en un rápido movimiento mi amado y pesado Larousse, mi diccionario de la lengua española, y salió. Se mostró indiferente, no me miró a los ojos como solía hacer. Ella sabía que yo sabía que ella había ganado la batalla.

La privación de mi diccionario me dolió mucho. Con ese castigo aprendía a medirme. También entendí que las palabras pueden ser un arma certera de dos filos y que una vez dichas no pueden recogerse.

Yo le produje a mi madre algunos estados de nervios. Muchos años después ella me confesó que pensaba que yo sería toda la vida una persona solitaria y triste, que nunca tendría hijos, ni amistades verdaderas. Pienso ahora que le preocupaba que yo fuera su antítesis. Nunca imaginó el poder que adquiriría sobre mis sentimientos a medida que yo me alejaba de la adolescencia.

Cuando tuve mi primera hija, mamá me sirvió de parámetro. Reproduje la magia de las noches de lectura. La alimenté solo con comida casera. Intenté, sin suerte, la “manera telepática” de decirle cosas sin palabras. Traté de adelantarme al hambre de conocimientos dándole a mi hija todas las explicaciones posibles (hoy veo esto como un error)… Y terminé como todas las madres --creo- con un sentimiento profundo de que me faltó hacer algo o de que hice algo en demasía.

Mi hija me lo dijo un día claramente. Tenía cuatro años. Había ido a dejarla a su primer día en el kindergarten. A pesar de que la había preparado con anticipación, yo sufría por la posible aparición de una angustia por separación en esa primera oportunidad de quedarse sola en un ambiente nuevo, con adultos desconocidos y lejos de todo lo que le era familiar.

Ese día la llevé a la puerta de salón, se la entregué a la maestra con todas las explicaciones, le puse en sus manos una pequeña muñeca de tela. La maestra sonreía, mi hija me dio la espalda y caminó hacia las mesas llenas de cosas coloridas y yo me quedé perpleja, paralizada, recostada de una pared, incapaz de saber qué debería hacer a continuación.

Creo que soy una persona fuerte. Pude tomar conciencia de lo que me estaba sucediendo. Las llaves del carro entre mis manos me recordaban que debía regresar a casa, a esperar a que pasara el tiempo para recogerla y volver a la normalidad de tenerla cerca. No pude hacerlo. Tenía que buscar la manera de verla. Entonces me acerqué a la ventana.

La maestra y ella me miraron. La maestra abrió la puerta y mi hija salió.

“Vete a casa, mamí. Deja los nervios. Yo estoy bien, no te preocupes por mí.”

Mi hija tenía razón. Debía irme a casa, ella estaba bien, no tenía motivos de preocupación, debía dejar de sentirme nerviosa.

Pero todos los lectores sabrán que hay un nervio (yo lo imagino como un poderoso nervio flotante) que atraviesa toda la imaginación de las diferentes maneras que asume la maternidad y que se mantiene en continuo funcionamiento.

Debe ser así! La maternidad debe garantizar que la gente sobreviva la adolescencia.