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Debo al Concurso de relatos de migración de #Literatos la oportunidad de terminar con un silencio narrativo que ya se prolongaba por algunos meses y, más importante aún, la oportunidad de decir algo sobre este tema que, para mí, desde mi lugar en este mundo y en este presente solo puedo articular de este modo.
Quivira
La cápsula orbitaba la torre de control migratorio, emitiendo un zumbido casi sedante. Gómez había estado operativo desde la noche anterior, sin embargo, no resentía que el deber postergara su descanso. Le agradaba informar al General en persona.
─Hemos destruido el último mensaje a las 15:00 horas, mi General.
─¿Dónde apareció?
─En el Museo de Ciencias. Ya se purgó el departamento y se destruyeron los archivos de toda la sección de diatomeas. El director mismo adelantó parte de la limpieza antes de que llegaran los equipos de informática. Dice que no alcanzó a detener la proyección del mensaje. Estaban más de 600 estudiantes conectados a esa hora.
─¿Qué decía el mensaje?
─Decía, con perdón, mi General, “Lucha por la verdad”.
El general asintió apenas. Seguía mirando las pantallas de la torre de control, abstraído.
De pronto preguntó, como si recordara:
─¿El director es leal?
─Su expediente está limpio, mi General. En la última campaña rompió marca de reclutas para el partido en su departamento.
─Una lástima. ¿Aplicaron el protocolo?
─Sí, mi General. Aplicamos un preventivo en las universidades que estuvieron expuestas. También aislamos al director del museo en el psiquiátrico; la comisión previno un cuadro depresivo.
Cuando pisaba esa cabina, entendía por qué el General se aislaba allí de tanto en tanto, lejos de toda comunicación regular, con la excusa de supervisar las alcabalas de migración.
Gómez alineó sus botas disimuladamente con las del General.
Algún día merecería los mismos honores, y tendría los mismos privilegios, pero lo que más deseaba era ser como él: nunca sudaba, no perdía el control, no necesitaba levantar la voz para que le obedecieran. Gómez odiaba verse obligado a llevar guantes cuando dirigía los operativos, para que sus comandos no notaran sus manos sudorosas.
El general no había despegado los ojos de las pantallas de la torre de control. Una fila de migrantes desarrapados se perdía de vista en el cuadro. Algunos iban sin zapatos. Unas cuantas mujeres llevaban a sus hijos desgreñados en la cadera. Pero también había quienes llevaban buena ropa, aunque les quedaran grandes.
─¿Por qué se van, Gómez?
Cuando su lengua iba a contestar, el instinto lo frenó. Su posición era exigente, y siempre estaba siendo evaluado.
─Son ignorantes, mi General. No comprenden el futuro. El enemigo los manipula, los corrompe, los trafica. Contaminan su inocencia con fantasías.
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El general pulsó el comunicador.
─Disparen ─dijo.
Abajo se encendió el caos. Cinco, diez minutos de metralla.
─Cesen el fuego ─dijo.
Una treintena de cuerpos quedó sobre el polvo del paso. Algunos se retorcieron antes de marcharse a la nada.
Gómez se encogió un poco bajo el uniforme. Sentía los guantes pastosos. Una pequeña gota de sudor traicionó la inmovilidad de su cara, tantas veces ensayada en el espejo. Sus testículos se encogieron en el escroto.
El general de pronto lo miró. Fugazmente.
Luego volvió a mirar la pantalla.
Abajo la multitud corría, se atropellaba y buscaba inútilmente escondrijos. Eran insectos enloquecidos.
Del otro lado del paso hubo una orden y levantaron las barreras. Durante algunos minutos los insectos entraron a la desesperada. Luego bajaron nuevamente la defensa. Otros tantos cuerpos machacados quedaron sobre el polvo.
Los altavoces del otro lado se activaron y recomendaron la vuelta. Los que habían cruzado serían repatriados al final del día, repetían los altavoces en español y en la lengua común. Aun así, la multitud se agolpaba con violencia y ponía a prueba la barrera. Un contingente de blindados comenzó a movilizarse para prestar apoyo.
─Mejor muertos que limpiando mierda extranjera, Gómez.