El vómito

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Advertencia: el texto contiene lenguaje obsceno e insultos. Hice un intento de traducirlo al inglés, pero me fue imposible, con mis conocimientos, lograr una versión que reflejara medianamente el tono del original, por lo que desistí de publicarla.



El vómito

—¿Hay asado hoy, don Zoilo?
—Eh, algo vamo' a tirar a la parrilla.
Me reí ruidosamente. Choto como él solo, el viejo. Lo seguí con la mirada hasta la puerta de su casa. Tenía los pantalones manchados de grasa y apenas si podía con la bolsa de carbón. Cojeaba. Bien merecido se lo tenía. Se cayó en la doma cuando éramos pibes. Ni los caballos lo querían, ni de pendejo. Malo como la peste. ¿A quién no le había pegado ese viejo choto? A la hija, moretones todos los lunes en la escuela. A la mujer le bajó tres dientes una vez y otra le partió la clavícula. Lo de los dientes fue en 1986. Me acuerdo porque jugaba Argentina contra Bulgaria. Lo de la clavícula habrá sido dos o tres años después. Desgraciado. Mirá que era dura la mujer, alguna le habrá devuelto, Dios la tenga en la gloria. A la madre la cagaba a palos casi todos los días hasta hace poco que cumplió noventa, ahí le empezó a dar pena. Rengo de mierda. No tiene respeto por nada, y ni siquiera se mama, lo hace de choto nomás.
Cuando escuché que cerraba la tranquera, saqué el teléfono y le mandé un audio. Hay fuego en lo del rengo. Eso solo dije. Y seguí con una pata en la pared, mirando a la gente pasar, buenas tardes, señora, cómo anda el pelotudo de su hijo, gracias, gracias, una humedad terrible, vio.
Al rato nomás, cuando empezó a oscurecer, ya estaba prendiendo el fueguito. Sabía el viejo. Había sido asador allá en Lo Balbina. Como treinta años prendiendo fuego. Buen asado. Los mejores choris del condado, decían. Y la verdad que la Balbina cobraba barato la damajuana, aunque los choris fueran una mierda. Los pedos que nos agarramos ahí. Iba con el Julio, el tarta, el viejo Vargas, el chaqueño. Nos bajábamos una damajuana cada uno, para empezar. Hijos de puta. Qué tiempos. Ahora están todos drogados los borregos. Y yo tengo bien hasta el hígado.
De refilón, vi que le echaba un chorrito de alcohol al carbón. Qué se yo, cada uno tiene su ritual para prender el fuego. Antes no era así, mirá si en Lo Balbina iba a tirarle alcohol el viejo. Pero se ve que con la edad se está volviendo medio puto. Antes el alcohol fino lo tomábamos en las peñas cuando se acababa el vino. Ahora lo usan para prender el fuego y se toman un sex on de beach y no sé qué mierda de pastillitas. Están todos para el loquero los pibes. Hasta se pintan las uñas. Y las pendejas se andan besuqueando entre ellas, porque los guachos son todos putos. Qué se yo. A mí dejame con lo de antes. Dame dos palitos y te saco chispas como indio.
Una vez que se empezó a notar el humo, le mandé otro audio. Señales de humo, le dije. Eso solo. Como para que se vayan preparando. Igual están al pedo, dando vueltas como boludos. Mirando acá y allá. No se qué miran, la verdad. Cómo se caen las hojas de los árboles. El culo de las minas. A ver si sale una rata de la zanja. La constelación de la pindonga. Qué se yo. Los caños de escape. Siempre arriba de la camioneta, no sea que se les embarren las botas y los caguen a pedos en la casa.
Qué mierda de pueblo, este. Ya ni el tren pasa. Antes pasaba uno al día y lo puteabas porque iba lento y te comías un garrón para cruzar la vía. Ahora lo extrañamos. Te acordás del tren, Osvaldo. Y nos agarra la nostalgia. El nudito en la garganta por un tren pedorro que ni paraba porque la estación es una ruina desde hace por lo menos setenta años. Ahí se falopean los pibes. Cuando no llueve, porque ya ni techo tiene. Antes decían que había fantasmas. Era como poético, qué se yo, la viuda de no se quién que se mató en las vías, que anda penando por la estación abandonada y boludeces como esa. Te hacías el que te daba miedo entrar. Chapabas con alguna piba. Te tomabas un vino. Osvaldito, viejo y peludo.
A la media hora, más o menos, los vi llegar, con las luces apagadas. Me hicieron un guiño y pararon en la otra esquina. Linda noche, señora. Fresquita, pero linda. Salvo porque el viento trae el olor a mierda de los pollos. Salvo porque en la casa de enfrente abusan de los nenes y nadie dice nada. Salvo porque los perros te torean si te ven pasar. Salvo por el viejo sucio de la esquina que hace treinta años dice que se está muriendo de cáncer de mama. Linda noche, señora.
El pibe llegó un poco después. Buzo negro, pantalón negro, gorro negro. Zapatillas andá a saber si tenía, el vago. Era el mejor en su oficio. Que quede claro que es un oficio como cualquier otro, no hay que desmerecerlo. Silencioso como nadie. Un gato agazapado en la noche. Hasta los fantasmas de la estación hacían más ruido que el vaguito. Era para aplaudirlo de parado. Por lo demás, era bastante boludo. No articulaba dos palabras y no fueras a pedirle que hiciera una suma porque le explotaba el bocho. Un pelotudo especializado, como todos. Así es el mundo ahora.
Lo saludé con una reverencia. Medio sutil lo mío, para no avivar giles. El pibe ni me saludó, porque saludar no era parte de su trabajo. Se quedó apoyado contra un árbol. Se mimetizaba con el tronco como un camaleón. Era bueno de en serio el guacho. Era tan paria que se había vuelto invisible. De tanto desprecio la gente se fue olvidando, para qué andar viéndolo, pendejo desagradable. Una mugre, él y toda su familia. Y ahora es como si tuviera la capa de Harry Potter. Qué gente de mierda.
Nos quedamos así un rato, en silencio. Ya no pasaba ni el loro. En la casa de enfrente tenían la música alta. Cantaba una cheta que se hacía la puertorriqueña. Nos venía bien un poco de quilombo, pero yo sabía que ponían la música alta para tapar los gritos, los llantos, las cachetadas. Igual no hay nada que hacer, ya son así, no tienen vuelta atrás. Se van a terminar matando entre ellos.
En una de esas el viejo entró a la casa. Le hice un gesto al pibe, un movimiento de ojos nomás y salió como un espectro. Saltó el muro, impecable, una sombra, y se mandó atrás de un arbusto. Qué bueno que era. Invisible quedó. Lástima que después terminó así, con las tripas afuera. Pero esa noche el vago estuvo como una hora quieto atrás del arbusto. Ni una tos se le escuchó. Ni una ramita quebrándose. Ni la fricción de la ropa. Nada. Como hibernando se quedó.
El viejo volvió justito con la fuente de carne. Un segundo antes y lo agarraba al vago acomodándose. Reguló la parrilla, echó sal y mandó la carne al fuego. Se sirvió un vaso de vino y se quedó mirando el fuego como boludo: la grasa que caía, el siseo de la carne asándose, el calorcito de las brasas. Y después te aplauden por eso.
Esperamos un buen rato mientras el viejo se vaciaba, un vaso tras otro, la botella de vino. El más pedorro, tomaba, y eso que tiene guita. Pijotero de mierda. Ni a las minas en el antro del Vizco les convidaba un trago. Y mirá que le bailaban, le mostraban el culo. Y el viejo mezquino, nada. Una ronda para los muchachos, nada. En esa época todavía se podía ir al antro. Ahora no sabés si salís. Al pibe le decíamos: ojo con el antro, está jodida la cosa. Pero la ambición te ciega, y el vaguito empezó a ver algo de guita, y se creyó andá a saber qué cosa, y así terminó, tirado en la zanja, medio en pelotas, mirando cómo se le salían las tripas. Y era el mejor, lejos, irremplazable, un talento como no hubo otro en el pueblo. Una sombra. Un silencio. Ni una tos se le escuchaba.
Cuando vi que la carne estaba a punto, me fui preparando. Me dolían los huesos, ya estoy viejo para esto. La tensión me mata. La humedad me mata. Me duelen los zapatos. Los dientes. Qué vida de mierda. Pero al fin el viejo entró a buscar la fuente o a mear, andá a saber. Y ahí nomás le mandé el silbido, suavecito, que el pibe tenía un oído tremendo. Me tendría que haber ido, pero me gustaba ver cómo el vago hacía el trabajo. No es que sea morboso, pero era todo un espectáculo. En un segundo se sacó el buzo y corrió a la parrilla sin hacer ruido. Mandó todo el asado al buzo, lo cerró con una habilidad, qué fenómeno, enfiló para la pared y pegó el salto. En cinco segundos estaba corriendo para la esquina. Dejó la parrilla limpita.
Yo agarré la bici y salí despacio, paseando para no levantar sospechas. Cuando doblé en la esquina, la sombra ya estaba en la parte de atrás de la patrulla, que metía primera. Qué sorpresa se habrá llevado el viejo cuando vio la parrilla. Convidá vino, viejo choto.
Pedaleé hasta la parte de atrás del campo del Polilla, ahí pegadito a lo que queda del monte. La patrulla estaba estacionada entre unos árboles y un poco más allá los muchachos comían asado con la mano, un ímpetu bárbaro, como zombies coreanos.
—¡Miren quién llegó! —dijo Ramírez—. ¡El mejor soplón de la comarca!
—¡Vení, viejo trolo! Comé un poco de asado —me gritó el Comi.
—Tirame un huesito, Ramírez —dijo Arce.
El asado estaba en el piso, sobre el buzo del pibe. Ramírez agarró un hueso y se lo revoleó a Arce.
—Pará, pelotudo, que me vas a manchar el uniforme.
Me acerqué y agarré un pedazo de carne cualquiera.
—Medio dura la carne —dije—. ¿Dónde compra este viejo amarrete?
—Ay, perdón, qué dura... —dijo el Comi, contoneándose—. ¿No será que estás perdiendo los dientes, viejo puto?
Nos reímos.
—¿Cómo anduvo el día hoy, muchachos?
—Un día de mierda —dijo Ramírez.
—¿Qué pasó, tuvieron que laburar?
—Sí, el pendejo sucio ese, el hijo de la Gladys —dijo el Comi—, le afanó una gallina a la mujer del Pulpo y tuvimos que salir a buscarlo. Media mañana el hijo de puta. Le seguimos el rastro hasta los galpones de la vieja tetona y en una de esas allá a lo lejos vemos que sale corriendo una gallina. "¿No es una gallina, eso?", preguntó Ramírez. "No, pelotudo, si va a ser la conchuda de tu mujer". Decí que el pibe había ido a cagar a los yuyos y se le escapó la gallina, sino todavía lo estamos buscando. Apenas nos vio se puso blanco y salió disparado. Es una mugre el pendejo.
—¿Así que la tetona andaba con el cura? —preguntó Arce.
—Eso dicen —le respondí.
—¿Con el gordo? ¿No era puto? —preguntó Ramírez.
—El gordo iba y venía —dijo el Comi—. No le hacía asco a nada, si te descuidás hasta alguna ovejita habrá bautizado. ¿Sabés cómo le decían al gordo? El cura motosierra... porque no dejaba tronco parado. Vos no te rías tanto, Ramírez, que se comenta en el destacamento que a vos sos un tiburón blanco: cada tanto te comes un hombre.
No reímos todos, hasta Ramírez, que ya estaba resignado a los chistes del Comi. Cuestión de jerarquías.
—¿No trajeron pan? —preguntó el Comi.
—No nos quiso fiar el Ruben.
—Ah, mirá el Ruben, así que se puso en forro. Lo vamos a ir a visitar, van a ver, mañana desayunamos cañoncitos con dulce de leche.
Aplaudimos.
—Vos no, linda —le dijo el Comi a la sombra, haciendo como que se limpiaba la baba—, para vos va a haber vigilante.
No me había fijado en el pibe. Estaba callado, comiendo un poco de carne. Ni para comer hacía ruido. Ni te dabas cuenta de que estaba ahí. Qué fenómeno. El que sabe, sabe. Mirá que yo le dije, pibe, hay otras formas de hacer plata. Pero le fue tomando el gustito. Y no había vuelta atrás. Se veía venir. La sombra va a terminar en un zanjón, me decía Arce. Pero bien que ellos le tiraban billetes también. Está todo podrido acá. Antes nos mamábamos, sí, volaban unas puntadas de vez en cuando, pero hasta ahí nomás. Ahora hacen cualquier cosa por plata. Nosotros teníamos dignidad. Y así terminó el pibe, ahí tirado, bañado en sangre. La puta madre, no lo puedo contar, que empiezo a hacer pucheros. Capaz tiene razón el Comi: me estoy volviendo un viejo trolo.
—Contale lo de la escuela —dijo Arce.
—Escuchá —empezó el Comi—. Estábamos llevando la gallina y nos llaman por la radio que se había armado quilombo en la escuela. La chaqueñita, la borreguita, la más pendejita, le dio un sopapo a la maestra. Le dejó cuatro dedos marcados en la jeta. Así que la directora citó a la chaqueña. ¡Para qué...! Es más brava la chaqueña... Ahí nomás empezó a los gritos, que esta escuela de mierda, que te voy a incendiar todo, que te voy a agarrar cuando salgas y te voy a cagar a palos... Resulta que le dio un botellazo en la cabeza a la directora y la dejó ahí tirada, inconsciente. Entre tres la tuvieron que agarrar. Pasame el jarro, Arce. —Tomó un trago de vino y siguió hablando—. Cuestión que llegamos, estaba la directora en el piso y un tipo que fue a arreglar el aire acondicionado había atado a la chaqueña a una silla. El pelotudo de Ramírez entró con la gallina a upa. La directora se levanta y empieza a gritar como loca que la lleve presa a la chaqueña, que no tiene que salir más, que se tiene que pudrir en la cárcel. Le digo: hable solo si le pregunto, señora. Miro la escena. Le había dado en la cabeza con una botella de Gancia. Señora, le digo, que hacía esta botella en la dirección. Se puso roja, empezó a tartamudear la borracha. Ramírez, le digo al boludo este, lleve a la señora a la comisaría. Ramírez me mira, qué hago con la gallina, me pregunta. Metásela bien en el culo, Ramírez, y empiece a cagar huevos. —Tomó otro trago de vino, mientras todos se reían—. ¿Quién ató a esta señora a una silla?, pregunto. Fui yo, señor Comisario, dice el técnico, medio orgulloso el salame. Tremenda cara de boludo. Arce, lleve a este señor a la comisaría también. Y ahí nomás desaté a la chaqueña, que está más buena que feriado puente. Cuestión que terminamos todos en el destacamento, con gallina y todo. Un día de mierda.
—Trabajo riesgoso el de ustedes... —les dije.
—Olvidate —dijo el Comi—. En este pueblo de mierda están todos locos. Che, Ramírez, te fijás la radio que está sonando hace rato.
—¿Por qué no va Arce que ya no come más?
—Pero dale, pelotudo, hacé tu trabajo, mierda. —El Comi tomó un trago de vino—. Esperá, vení, Ramírez, tomate un trago antes.
Le alcanzó el jarro a Ramírez, que se lo vació de un sorbo largo. Le devolvió el jarro al Comi y enfilo para la patrulla.
—Hijo de puta, cómo toma. ¡Estás de servicio Ramírez, aflojá con el vino! —le gritó el Comi—. Voy a mear.
El Comi desapareció en la oscuridad, entre los árboles del monte.
—Se está poniendo frío —dijo Arce.
—Sí, yo ya estoy viejo para la intemperie —le dije.
En el buzo del pibe quedaban dos o tres pedazos de carne, pero ya no tenía hambre. Me levanté y agarré la bicicleta.
—Me voy yendo, Arce. Mañana arranco temprano.
—Dale, capaz te llevamos cañoncitos.
En eso llegó Ramírez, con cara de muerto.
—¿El Comi? —preguntó.
—Debe de andar en el monte con el pendejo —dijo Arce—. ¿Qué te pasa, Ramírez? Estás más pálido que culo de albino.
Ramírez lo miró aturdido. Arce no era tan bueno para los chistes. En eso se vio al Comi que salía de entre los árboles, abrochándose el pantalón.
—¿Qué pasa, Ramírez? ¡La concha de tu hermana! ¡No se puede mear tranquilo!
—Llamó el viejo, que la madre está desaparecida hace tres días.
—¿Qué viejo?
Ramírez señaló con los ojos lo que quedaba de asado en el buzo.
—Don Zoilo.
El Comi se puso serio.
—No me jodás, Ramírez, porque te cago a patadas en el culo...
—Parece que va en serio, comisario.
El Comi se pasó la mano por cara.
—¡La concha de tu madre, Ramírez! Arce, nos vamos.
Salieron los tres caminando rápido para la patrulla. Busqué al pibe con la mirada, pero ya no estaba. No sé cuándo se habrá ido. Me subí a la bicicleta. Arranqué a pedalear despacito.
—¡Manejo yo, pelotudo! —dijo el Comi y le tiró una patada a Ramírez, aunque no alcanzó a pegarle.
Se subieron a la patrulla y salieron arando. Habrían hecho unos cincuenta metros, cuando el Comi clavó los frenos. Lo vi bajar de la patrulla y vomitar al pie de un árbol.
—¡La concha de tu madre, Ramírez! —gritó.
Y se subió a la patrulla de nuevo.



La fotografía es de PxHere y se encuentra en dominio público.

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