Eternidad efímera
La noche había caído sobre la pequeña ciudad de Bosa, cubriéndola con un manto de oscuridad y silencio. Las calles, desiertas y frías, parecían susurrar secretos olvidados. En una casa al final de la calle principal, una joven llamada Bárbara se preparaba para una noche que cambiaría su vida para siempre.
Bárbara había heredado la casa de su tía, una enigmática mujer que vivía sola desde hacía años. La casa, vieja y llena de recuerdos, tenía un aire de misterio que siempre había fascinado a Bárbara. Esa noche, sin embargo, algo diferente flotaba en el aire. Una sensación de inquietud que no pudo evitar.
Mientras exploraba el desván, encontró un viejo diario cubierto de polvo. Al abrirlo, descubrió que pertenecía a su tía. Las páginas estaban llenas de relatos de encuentros sobrenaturales y rituales antiguos. Una entrada en particular le llamó la atención. «El ritual de la eternidad efímera». Según el diario, era un ritual que prometía la inmortalidad, pero a un precio terrible.
Intrigada y un poco asustada, la joven decidió investigar más a fondo. Pasó horas leyendo y descifrando las instrucciones del ritual. A medida que avanzaba la noche, la sensación de ser observada se intensificaba. Las sombras de las paredes parecían moverse y el viento susurraba su nombre.
Finalmente, se decidió a realizar el ritual. Preparó todo según las prescripciones: velas negras, un círculo de sal y una daga antigua que había encontrado en el desván. A medianoche, empezó a recitar las palabras del conjuro. La temperatura de la habitación descendió bruscamente y las velas parpadearon como si una fuerza invisible intentara apagarlas.
De repente, una silueta apareció en el centro del círculo. Era una mujer, pálida y etérea, con unos ojos que reflejaban siglos de sabiduría y dolor. Bárbara supo al instante que se trataba de su tía, pero algo en su mirada la hizo retroceder.
—¿Por qué has venido?—preguntó la silueta con una voz que resonó en la mente de la muchacha.
—Quiero saber la verdad sobre el ritual —respondió Bárbara, intentando mantener la calma.
El espectro sonrió con tristeza. «La eternidad es una maldición, no un don». Los que buscan la inmortalidad están destinados a perder su humanidad. «Yo lo aprendí por las malas».
Bárbara sintió que un escalofrío le recorría la espalda. «¿Qué debo hacer?»
«Destruye el diario y todo lo relacionado con el ritual.» «Es la única forma de romper el ciclo», dijo la silueta antes de desvanecerse en el aire.
Bárbara, temblorosa, recogió el diario y lo llevó al jardín. Encendió una hoguera y arrojó el libro al fuego. Las llamas se elevaron, iluminando la noche con un resplandor sobrenatural. Mientras el diario ardía, ella sintió que se le quitaba una pesada carga de encima.
Sin embargo, justo cuando pensaba que todo había terminado, una voz le susurró al oído: «La eternidad nunca se desvanece del todo». Bárbara se volvió, pero no había nadie. El viento soplaba suavemente, llevándose consigo el eco de una risa lejana.
Desde aquella noche, no volvió a sentirse sola. Las sombras de la casa parecían más oscuras y los susurros de la noche más ligeros. Había roto el ciclo, pero el precio de la eternidad efímera la perseguiría para siempre.
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