La puerta que no se podía abrir
En el corazón de un pequeño y olvidado pueblo, se alzaba una vieja casa en ruinas que todo el mundo evitaba. Era el hogar de Los Montesinos, que habían desaparecido misteriosamente hacía décadas. Los ancianos decían que estaba maldita. Nadie recordaba exactamente cuándo empezó la leyenda, pero todos sabían que en aquella casa había una puerta que nunca, por nada del mundo, debías abrir.
Una noche oscura y tormentosa, Fabián, un joven intrépido y curioso, decidió desafiar las advertencias para demostrar a sus amigos que no había nada que temer en el interior de aquel viejo y polvoriento lugar. Con el corazón palpitante, armado con una linterna y su cámara, se adentró en la oscuridad, donde el viento aullaba a través de las ventanas rotas y el crujido de las tablas del suelo resonaba como un eco de tiempos pasados.
Cada paso que daba le acercaba más a su objetivo principal. Recorrió cada piso, o espacio, y todas las habitaciones, encontrando únicamente muebles cubiertos de polvo, y telarañas colgadas como cortinas. Cargado de un olor rancio y mohoso.
El chico llegó por fin a un pasillo largo y estrecho, y la encontró: una puerta de madera oscura, con un pomo de bronce que parecía brillar con luz propia. Fabián sintió que un escalofrío le recorría la espalda, pero su curiosidad era más fuerte que su miedo.
Luego intentó girar el pomo, pero estaba firmemente cerrado. Decidió buscar algo que le permitiera abrir la puerta y descubrir el misterio que había detrás. Así que volvió a recorrer la casa en busca de alguna pista, mientras sus pasos resonaban en el silencio, como si la propia casa estuviera viva y le observara.
Una vez en el desván, encontró un viejo diario perteneciente a la señora Montesino. Las páginas estaban llenas de historias inquietantes sobre ruidos extraños y sombras que se movían por la casa. En la última página, había una llave pegada a la página y la siguiente advertencia: «Nunca abras la puerta.» «Lo que está encerrado ahí dentro no debe verse».
Con el corazón palpitante, Fabián cogió la pequeña llave y regresó al pasillo. Le temblaban las manos, pero estaba decidido, así que la introdujo en la cerradura y la puerta se abrió con un escalofriante crujido.
Tras la puerta, una escalera descendía hacia la oscuridad. Fabián encendió su linterna y comenzó a descender. El aire se volvía más frío y pesado a cada paso. Cuando llegó abajo, encontró una habitación y en el centro, un objeto cubierto que no distinguía. Las paredes estaban llenas de símbolos extraños. Algunos parecían runas nórdicas, mientras que otros recordaban a glifos utilizados en rituales ocultistas. Estos símbolos estaban dispuestos en patrones circulares, lo que sugería que formaban parte de un ritual de protección o invocación. Quizá una barrera mágica que mantenía encerrado lo que estaba debajo de esa tela negra.
Incluso, noto velas colocadas en círculo alrededor del objeto y cada vela tenía una inscripción grabada en la cera. Estas inscripciones eran palabras de poder, diseñadas para reforzar el hechizo que mantenía sellado el misterio. Las velas representaban un elemento: rojo para el fuego, azul para el agua, verde para la tierra y amarillo para el aire.
Fabián, en su terquedad, retiró la tela, revelándose un espejo, mostrando su reflejo. Pero algo iba mal. Su reflejo no se movía al mismo tiempo que él. De repente, el reflejo sonrió siniestramente y extendió una mano hacia el cristal. Fabián sintió un tirón y, antes de que pudiera reaccionar, fue arrastrado hacia el interior.
La puerta se cerró de golpe y la casa volvió a quedar en silencio. Nadie volvió a ver a Fabián, y la leyenda de la puerta que no se podía abrir continuó, advirtiendo a todos los curiosos que se atrevieran a desafiarla.
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