Mis días comienzan con una plegaria, práctica reciente que se casa con las que, obligada, hacía en la niñez, aquellas, dominadas por el miedo; estás, movidas por la esperanza, o acaso es al revés, antes anhelante y ahora confiada.
El ciclo de la vida continúa inalterable, nacen los tatarabuelos, con su carga nueva, a sanar sus cicatrices viejas, sin percatarse de ellas y los viejos aferrados a remembranzas tratando de limpiar lo nuevo. Yo sé que no me entiendes.
Dicen que mi madre ida hace más de veinte años visitó una noche a la recién nacida que lleva su nombre. Yo no la he visto, será que conmigo no hay nada que saldar, o es lo nuevo lo que requiere santiguo; pero más me intriga saber dónde aprendió esas prácticas, no recuerdo haber sentido esa acción en mi frente, no de ella, pero sí del mismo sacerdote que quemaba con sus ojos. La niñez viene a prueba de fuego, pero no siempre.
Hablando de bendiciones ¿Cuál tendrá mejor efecto? Quiero pensar que la que viene del mismo centro del pensamiento. Sigue el tintero revuelto.
Sin darme cuenta me llevo la mano a los labios en el mismo gesto de la abuela, la mirada ida, buscando qué, ¿Llevaremos siempre la historia inconclusa? ¿Tocará cargar con apetencias ajenas? ¿Por qué esa insatisfacción a cuesta? El peso infinito de haber sido mujer sin aceptarlo, supongo.
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Tengo un afán por entender las casas, el nudo férreo que las tranca, la presencia o ausencia del calor hogareño, esa búsqueda necesaria de sentir, «lo siento», no, no es un juego de palabra ni es tormento, solo son distracciones de un domingo incierto.
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