Conocí a Homero en el segundo semestre de la universidad; sí, al poeta griego que escribió la Iliada y la Odisea. Pero ese primer contacto fue traumático; primero porque tuvo que ver con una lectura obligada, para pasar una asignatura y segundo porque mi engranaje cerebral carecía de toda experiencia lectora, apenas en quinto año había leído El mago de la cara de vidrio, de Eduardo Liendo y también como requisito para una nota y lo triste fue que después de leerla, el profesor dijo que ya no importaba, que todos habíamos aprobado.
De modo que mis primeras aventuras en el mundo de las novelas literarias fueron dos empujones provocados por dos profesores; el primero, en quito año, que ni siquiera valoró mi esfuerzo; para entonces gasté mi mesada y compré la novela, que aún conservo porque la leí y me gustó su trama, tanto que ese mago de la cara de vidrio que es el televisor lo desterré por completo de mis gustos.
El segundo, el profesor de la universidad, nos daba clase de filosofía y pretendió enseñarnos a través de las lecturas de la Iliada y la Odisea la moral y la ética de los griegos. Hoy eso me parece genial, es decir, buscar en la literatura conocimientos universales que consoliden las bases conceptuales de un individuo; cierto es que para los asuntos pedagógicos se creó la educación, pero hay libros literarios que son toda una cátedra de algún tema y aportan lo suyo en materia educativa. Pero para la época, como decía, con mi escaso engranaje conceptual, con un vocabulario que exprimido no daba un vaso de nada, se me dificultó entender aquello de:
Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves -cumplíase la voluntad de Zeus- desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.
Escuchen, de las cincuenta y cinco palabras que conforman este párrafo, para el momento yo no entendía al menos diez; puedo asegurar que se me resbalaron del cerebro: cólera, Pelida, funesta, aqueos, precipitó, Hades, Atrida… y recuerdo que para procurar algún éxito empecé a llevar, en un cuaderno, una lista con todas estas palabras, a las que luego les buscaba su significado en el diccionario, pero entonces pasaba más horas metido en el diccionario que en la Iliada. Eso fue doloroso y lo mismo me pasó con la Odisea; leí ambas con una sensación de tortura y aunque me agradaba el profesor y su forma de enseñar, debo admitir que ese primer contacto con Homero fue terrible.
Pero no lo odié, ni al profesor ni a Homero. Con el tiempo me hice amigo del primero y hoy somos compadres y volví a leer a Homero, ya con más experiencia lectora, con mejor vocabulario y por mero gusto y ahí sí agarré a la vaca por la ubre y le tomé la leche a placer, tanto que Aquiles se convirtió en mi primer superhéroe idealizado, con él sustituí de mi mente a los vaqueros del lejano oeste, esos protagonistas de los que había leído en mi juventud en aquellas novelas vaqueras que eran buenas por el suspenso que mantenían, por lo corta y porque activaban mi imaginación creyéndome, en silencio, un pistolero que mataba cuatro o cinco tipos malos disparando con la velocidad de una centella.
Aquiles fue un nivel superior. Yelmo, espada, lanza, escudo; armas forjadas por el mismísimo Hefesto. También Odiseo fue inmenso; con él fui a Troya y con él regresé a Ítaca para encontrarme con Penélope y con Telémaco después de escapar de Poseidón, de Circe, de burlar a las sirenas y de enfrentar durante diez años peligros inigualables. Ambos fueron los Super Mario Bros con los que soñaba recorrer otros mundos para rescatar princesas de esas que ya no están de moda porque las mujeres de hoy no quieren ser rescatadas, quieren facturar.
De ese mundo fantástico me alimento; a él voy desde que aprendí a disfrutarlo y voy con la seguridad de hallar siempre algo placentero, estimulante, que me edifica; no sé qué sería de mí el día que a mi memoria no me lleguen los cantos Homéricos, creo que no lo podría resistir.