LAS PALABRAS
Las palabras tienen el hilo y la costura de quien las escribe. Tienen lo que hemos masticado y lo que no pudimos tragar. Tienen más; lo malo que obtuvimos de un bien y lo bueno que salió de algo malo; del barro y la orilla que alguna vez pisamos y se nos quedó como huella. No hay más que palabras en mitad del silencio porque las mismas palabras son ese silencio que anuncia la tempestad en medio de la alegría o viceversa; estamos unidos a ellas para siempre porque al final nos vamos, pero queda lo que escribimos o lo que dirán de nosotros quienes siguen hablando; hablemos, pues, para que nos escuchen, escribamos para que nos lean porque es la única manera de seguir vivos, de seguir conectados con aquellos que jamás conoceremos, pero que en cambio pueden conversar con nosotros al leernos.
Cuando digo que no hay más que palabras en mitad del silencio rememoro, con excitación, una tarde de julio del 2015 cuando mi amigo, el escritor colombiano Umberto Amaya Luzardo, quitó prestada una canoa y dos canaletes y me ordenó que subiera a la proa y empezara a canaletear. Era la primera vez que usaba el remo y la primera vez que visitaba la selva y que intentaba domar a un río, el Inírida, pero acepté la aventura por sumar esa experiencia a mi vida y porque en la selva, al menos en Inírida, si no buscas el río o el monte, te mata el aburrimiento del pueblo.
Diez minutos después, Umberto direccionó la embarcación hacia los caminos de agua; cuando el río se desborda anega toda la vegetación y se forman unas lagunas de aguas negras debido a que el fondo es una alfombra de hojas secas, de ramas y sedimentos vegetales, pero las aguas son tan claras que no necesitas mirar al cielo para ver los pájaros o para verle la barba a Dios entre tantas nubes.
Al dejar el río y entrar en los caminos de agua, no hay palabras para señalar el asombro, la vegetación se cubre con ese vestido líquido que al salirse del cauce del río pierde la corriente y se va adaptando a las trochas que los nativos han abierto para circular con sus canoas, pero no es solo eso, es que las tupidas ramas dejan colar, como una regadera, una lluvia de luz, cuyas primeros rayos al posarse sobre las hojas o en los tallos de los árboles se vuelven pequeñas manchas o lunares que resaltan su pigmentación; y hay más, la luz que logra hacer contacto con el agua alimenta toda la visión; al chocar con su débil, pero justa intensidad no se refracta, sino que se queda ahí, donde cayó y aunque dura poco, lo que vemos son unos puntos brillantes, unos ojos iridiscentes que no espabilan para que los veamos en nuestro lento recorrido.
Eso lo recuerdo ahorita, mientras pienso en las palabras, con la distancia de ochos años de por medio. También recuerdo que al salir a la laguna Las Brujas, dejamos de remar y nos recostamos en la canoa a escuchar el silencio, cerramos los ojos para que nos inundara todo el poderío silencioso de la selva; y sin embargo, ese acto solemne, simbólico, profundo, al que le negamos, mientras duró, cualquier murmullo o expresión, porque no la necesitábamos, estuvo más lleno de palabras que cualquier conversación y mientras más pasan los años, más tengo que decir de esa experiencia; es como una fuente inagotable de aprendizaje. Fue lo que se dice ¡vivir un momento con intensidad!