A veces, la realidad me cansa. Requiere tanta atención que prefiero escapar de ella. Cuando llego a casa del trabajo, le digo a mi esposa que estoy agotado y que voy a tomar una siesta. Cierro la puerta de nuestra habitación. Apago la luz. Camino hacia a la cama y me siento frente al baúl que hay a sus pies. Paso la llave. Levanto la tapa. Un destello amarillo me ciega durante unos segundos. Luego entro en el baúl y dejo caer la tapa. ¡Santo remedio!
Una o dos horas más tarde, salgo con energías renovadas y me siento preparado para enfrentarme de nuevo a la rutina. Enciendo la luz de la habitación y le paso llave al baúl. Temo que mi hijo descubra lo que hay dentro. Es muy pronto para él. Solo tiene ocho años. Yo descubrí la verdad cuando cumplí trece y me costó guardar el secreto.
Mi padre nunca me habló del baúl. Cuando llegaba del trabajo, se encerraba en su cuarto y no lo volvía a ver hasta la hora de la cena.
—¿Dónde está papá? —le preguntaba entonces a mi madre.
—Tomando una siesta —respondía.
Sospecho que ella sabía lo que hacía mi padre, así como mi esposa sabe lo que hago. Incluso me atrevo a decir que utilizaba el baúl porque nunca se quejaba de nada, no discutía con nadie y vivía inmersa en una serenidad perpetua, como si conociera algún secreto que la hacía invulnerable a los golpes de la realidad, igual que mi padre. Sin embargo, ella tampoco me habló sobre este artefacto. Solo me contó que lo compraron a buen precio en un mercado de pulgas.
Es un baúl normal, como el que se utiliza para guardar esas cosas que no sabemos ubicar en la habitación: ropa vieja, sábanas, toallas, reliquias familiares, juguetes, etc. Cuando mis padres murieron, lo heredé junto con su llave; aunque tenía una copia guardada desde hacía mucho tiempo. Me lo llevé a casa y lo instalé a los pies de la cama.
A veces, cuando estoy dentro de él, pienso en mi hijo y en las preguntas que le hará a mi esposa. Espero contarle sobre el baúl cuando se convierta en un adulto responsable, no me gustaría que desarrollara mi mal hábito.
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Sometimes, reality tires me. It requires so much attention that I prefer to escape from it. When I get home from work, I tell my wife that I'm exhausted and that I'm going to take a nap. I close the door to our room. I turn off the light. I walk to the bed and sit down in front of the trunk at her feet. I turn the key. I lift the lid. A yellow flash blinds me for a few seconds. Then I enter the trunk and drop the lid. Holy remedy!
An hour or two later, I leave with renewed energy and feel ready to face the routine again. I turn on the bedroom light and lock the trunk. I'm afraid my son will discover what's inside. It's too early for him. He is only eight years old. I discovered the truth when I turned thirteen and it was hard to keep the secret.
My father never told me about the trunk. When he came home from work, he would lock himself in his room and I wouldn't see him again until dinnertime.
"Where is daddy? "I used to ask my mother at that time.
"Taking a nap," she replied.
I suspect that she knew what my father did, just as my wife knows what I do. I dare even say that she used the trunk because she never complained about anything, never argued with anyone, and lived immersed in perpetual serenity, as if she knew some secret that made her invulnerable to the blows of reality, just like my father. However, she did not tell me about this artifact either. She only told me that they bought it for a good price at a flea market.
It is a normal trunk, like the one used to store those things that we don't know how to place in the room: old clothes, sheets, towels, family heirlooms, toys, etc. When my parents died, I inherited it and its key, although I had a copy of it in storage for a long time. I took it home and installed it at the foot of the bed.
Sometimes when I am inside it, I think about my son and the questions he will ask my wife. I hope to tell him about the trunk when he becomes a responsible adult, I would hate for him to develop my bad habit.
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