El hombre lloraba desconsoladamente, sentado en una de las sillas del patio. Tenía las manos callosas apoyadas en las sienes y la frente marcada de venas, como si la cabeza estuviera a punto de estallarle. Era un llanto apagado, discreto, como si alguien estuviera durmiendo a pocos metros de él y no quisiera despertarle.
—¡Manuel! ¡Oh, Dios, Manuel! —gritó una mujer desde el interior de la casa.
El niño pensó que esta vez estaba en problemas, que lo mejor era seguir allí, agazapado entre la hierba alta. Tenía ganas de salir y decir «aquí estoy, papá, dile a mamá que estoy aquí», pero temía que lo regañaran. ¿Cuánto tiempo llevaba escondido? ¿Una, dos, tres horas? En todo ese tiempo había visto a su padre llorar en el patio, también oculto a los ojos de los demás.
Cayó la noche con su manto de estrellas y los grillos entonaron su monótona melodía. El hombre se secó las lágrimas y entró en la casa.
Manuel salió del escondite y se escabulló por la ventana de su habitación. Las luces estaban apagadas. El niño sonrío al pensar que si lo hacía bien, si se esforzaba en serio, practicaría lo que había aprendido mientras veía a su hermano jugar Tom Clancy´s Splinter Cell: Double Agent. Esta era la oportunidad de ser un verdadero espía: camuflarse entre las sombras, fundirse en la oscuridad, pasar desapercibido y ser como un tigre frente a una gacela, siempre al acecho, para cumplir con la misión.
Sigilo. Calma. Astucia. Solo eso necesitaba.
Cruzó el umbral de su habitación sin hacer ruido y se dirigió hacia la de Julio, su hermano, con los sentidos alerta como los gatos. Apoyó la oreja contra la madera de la puerta y agudizó el oído. Desde el otro lado llegó un lamento desgarrador.
«Le han roto el corazón», pensó, al recordar lo que había comentado su madre tras conocer a la novia de Julio, pero se sintió extraño al notar que no sonreía; aunque la semana pasada, después de pelearse con él porque no lo dejaba jugar en la computadora, deseó con todas sus fuerzas que se lo destrozaran, solo para verlo sufrir, como lo hacía sufrir él desde que era un estúpido adolescente.
—Julio solo piensa con la cabeza de abajo —decía su padre, furioso, cuando su hermano cometía alguna falta y se ganaba una reprimenda de esas que tanto miedo le causaban.
Manuel pensaba que su padre tenía razón, que Julio no era más que una mole de hormonas, aunque no comprendía muy bien de qué iba la palabra hormonas. Sin embargo, ahora Julio lloraba, con el corazón roto, y Manuel no sonreía. El niño quería saber por qué, buscó en su mente la respuesta y no la encontró.
La puerta de la habitación de sus padres chirrió y el niño corrió hacia la cocina, temiendo que hubieran oído sus pasos. Permaneció bajo el mesón donde comía la familia, encomendado a su misión. El que había salido era su padre. Manuel lo escuchó tocar la puerta de la habitación de Julio. Luego la oyó abrirse y cerrarse.
Medio minuto después, la puerta de la habitación de sus padres volvió a chirriar, como si una piedrecita estuviera atascada entre el espacio de la madera y el suelo. Manuel vio que su madre entraba en la cocina y quiso salir a su encuentro; pero él era un espía, y los espías no hacían esas cosas. Miró la espalda de su madre, el largo cabello negro, la desgastada bata que solía usar y las piernas llenas de venas moradas detrás de las rodillas. Parecía tan cansada, como si no hubiera dormido la noche anterior.
La mujer abrió la nevera y se sirvió un vaso con agua. Luego buscó un tazón, encendió una hornilla de la cocina, colocó el budare, sacó una harina de la despensa, llenó otro tazón con agua, hizo la masa y echó tres arepas sobre la redonda plancha de hierro. Se quedó mirando cómo se cocinaban las arepas, absorta en sus pensamientos, como solía hacer cuando algo le preocupaba. Suspiró, lanzó los corotos sucios en el fregadero, murmuró algo que el niño no pudo escuchar y se puso a lavar lo que había ensuciado.
Después apareció su padre, parecía molesto y triste al mismo tiempo. Su madre no dijo nada al verlo. Manuel permaneció escondido bajo el mesón y deseó que sus padres no se besaran frente a él porque le daba asco. Al fin y al cabo, una mole de hormonas lo podía ser cualquiera.
El hombre se acercó a la mujer, le dio un beso en la frente y la abrazó. Ella empezó a llorar, como si alguien hubiera abierto el grifo de sus lágrimas, o algo dentro de sí estuviera descompuesto. Su llanto era terrible, angustiante, acongojador. Parecía que le estaban clavando cuchillos por todo el cuerpo, una y otra vez, como si no fuera suficiente con el primer corte.
El niño no pudo aguantar más y salió de su escondite.
—¡Aquí estoy mamá! ¡Por favor, no llores más! —gritó, haciendo señas con sus manos, sonriendo para que lo perdonaran por su travesura, pero sus padres no podían verlo ni escucharlo.
The man was crying inconsolably, sitting on one of the chairs in the courtyard. His calloused hands rested on his temples and his forehead was marked with veins, as if his head was about to explode. It was a muffled, discreet cry, as if someone was sleeping a few meters away from him and did not want to wake him up.
"Manuel! Oh, God, Manuel! "cried a woman from inside the house.
The boy thought that this time he was in trouble, that the best thing to do was to stay there, crouched in the tall grass. He felt like coming out and saying "here I am, daddy, tell mommy I'm here", but he was afraid of being scolded. How long had he been hiding? One, two, three hours? In all that time he had seen his father crying in the yard, also hidden from the eyes of others.
Night fell with its blanket of stars and the crickets sang their monotonous melody. The man dried his tears and entered the house.
Manuel came out of hiding and slipped out of his bedroom window. The lights were off. The boy smiled at the thought that if he did well, if he made a serious effort, he would practice what he had learned while watching his brother play Tom Clancy´s Splinter Cell: Double Agent. This was the chance to be a real spy: to camouflage himself in the shadows, to blend into the darkness, to go unnoticed and be like a tiger in front of a gazelle, always on the prowl, to accomplish the mission.
Stealth. Calmness. Cunning. That's all he needed.
He crossed the threshold of his room without making a sound and headed for Julio's, his brother's, with his senses alert like cats. She leaned her ear against the wood of the door and sharpened her hearing. From the other side came a piercing wail.
"They've broken his heart," thought, remembering what his mother had commented after meeting Julio's girlfriend, but he felt strange to notice that she wasn't smiling; although last week, after fighting with him because she wouldn't let him play on the computer, he wished with all his might that they would smash it, just to see him suffer, as he had been making him suffer since he was a stupid teenager.
"Julio only thinks with his head down," said his father, furious, when his brother committed a fault and earned a reprimand of those that caused him so much fear.
Manuel thought his father was right, that Julio was nothing more than a mass of hormones, although he didn't quite understand what the word hormones was all about. However, now Julio was crying, heartbroken, and Manuel was not smiling. The boy wanted to know why, he searched his mind for the answer and did not find it.
The door of his parents' room creaked and the boy ran to the kitchen, fearing that they had heard his footsteps. He remained under the counter where the family was eating, entrusted with his mission. The one who had come out was his father. Manuel heard him knocking on Julio's bedroom door. Then he heard it open and close.
Half a minute later, the door to his parents' room creaked again, as if a pebble was stuck between the space between the wood and the floor. Manuel saw his mother enter the kitchen and wanted to go out to meet her; but he was a spy, and spies didn't do that sort of thing. He looked at his mother's back, the long black hair, the worn gown she used to wear, and the legs full of purple veins behind her knees. She looked so tired, as if she hadn't slept the night before.
The woman opened the refrigerator and poured herself a glass of water. Then she looked for a bowl, turned on a stove, put on the budare, took some flour from the pantry, filled another bowl with water, made the dough and poured three arepas on the round iron griddle. She stood watching the arepas cook, absorbed in her thoughts, as she used to do when something was bothering her. She sighed, threw the dirty cooking utensils in the sink, mumbled something the boy couldn't hear and started to wash what she had soiled.
Then his father appeared, looking upset and sad at the same time. His mother said nothing when she saw him. Manuel remained hidden under the counter and wished his parents would not kiss in front of him because it disgusted him. After all, a mass of hormones could be anyone.
The man approached the woman, kissed her on the forehead and hugged her. She began to cry, as if someone had opened the faucet of her tears, or something inside her was broken. Her crying was terrible, anguished, distressing. It seemed as if knives were being stabbed all over her body, again and again, as if the first cut wasn't enough.
The boy could not stand it any longer and came out of hiding.
"Here I am, Mom! Please don't cry anymore!," he cried, waving his hands, smiling for forgiveness for his mischief, but his parents couldn't see or hear him.