Bajo el estrellato fúnebre del celaje nocturno, las lágrimas no dejaban de golpear el suelo. El llanto ahogaba el entorno, mientras rostros consumidos por la pena se entumecían hasta el grado de quedar como estatuas. Ni la más mínima muestra de consuelo se abalanzaba sobre aquella destruida mujer. Su paño de lágrimas ya no daba más, su hermana la sujetó de los hombros e intentó llevársela de la lúgubre escena, pero ella se negaba, arrojando gritos de cólera y aullidos que desgarrarían al corazón más impávido.
Mientras el ministro decía sus oraciones, una presencia se acercaba al sombrío evento. Era una figura llena de sufrimiento; aunque no lo demostraba, sus minuciosos pasos se contemplaban como un felino en territorio inhóspito. No distinguimos su rostro hasta estar en una distancia favorable. La niebla colaboraba con aquel papel de misterio que el visitante presentaba. La madre que lloraba paró un momento, se levantó del suelo y, como si hubiese visto un espanto, clavó los ojos en el extraño.
—¡Tú! —dijo la madre señalándolo—. ¡De entre todas las criaturas perversas sobre la faz de la tierra, has venido tú! ¡Tú que ni te has sacrificado por ella y ahora estás aquí después de su final!
Todo el ambiente se paralizó, ni el sonido ni el viento quisieron intervenir en aquella confrontación. La hermana de la madre intentó hacer un movimiento, pero sintió que no era prudente, así que se quedó quieta en su lugar, angustiada y con las manos en el pecho.
La curiosidad me invadió de inmediato, al igual que a todos los testigos, por saber de quién se trataba el individuo que acababa de llegar. Era un hombre alto y delgado, su cabello canoso sobresalía por debajo de su sombrero oscuro. Era pálido como la neblina y sus ojos eran grises como la difunta; su parecido era espectacular, la sombra que cubría su rostro no era rival para la nitidez sobresaliente de aquellos globos oculares.
Al principio no decía nada; ningún manifiesto se rebeló ante la hostilidad de la madre. “¿Acaso él podía hablar?” Llegué a preguntarme, mientras la tensión en el entorno se incrementaba. Pasamos de un momento triste a uno lleno de ira y confrontación.
—Seguro que ella te abandonó… —Prosiguió la madre—. La mujer por la que me dejaste, o tú la dejaste a ella; que es lo más probable, pues tú no tienes responsabilidad afectiva. ¡Y mira! ¡Aquí yace el fruto que abandonaste! ¡Dentro de ese ataúd y pronto devorada por la tierra! ¡Aquella por la que nunca velaste y se preguntaba por tu abandono! Vivió hasta el día de su muerte, sabiendo que tú no la querías, y ahora ya no tiene que preguntarse el porqué su padre nunca vino a verla.
Un silencio atestó el escenario. El hombre portaba una máscara de piedra.
—¿No dices nada? ¿No te atormentan mis palabras? Era de esperarse… Un ser tan vil que no sintió remordimiento por desampararme después de dejarme embarazada, no tendría por qué decir algo.
La madre lentamente se acercó al extraño mientras lo atacaba con sus palabras, pero él parecía inmune a ellas. Cada vez la sombra de su sombrero cubría más su rostro, eludiendo la percepción de nuestras miradas.
—¿A qué viniste? —Ella seguía con la voz encolerizada—. ¿A disculparte? No lo creo… ¿A llorar sobre la tumba de tu hija? Si es que alguna vez la consideraste así. ¿Alguna vez has pensado en las veces que ella anhelaba verte? Dios es testigo de mi rabia contra ti y este es tu castigo.
De repente, el rostro del hombre se alzó lentamente, su expresión seguía igual, inmutable, con la diferencia de que sus ojos estaban aguados. Era curioso de ver; ni un llanto o ínfimo gemido, empecé a preguntarme si aquel sujeto era un ser humano. Dio pasos al frente ignorando a la madre, se postró de rodillas frente al sepulcro de su hija y dijo palabras inentendibles en las que solo se percibía una frase que urgía desesperadamente por “perdón”.
Miré a la madre, ella se quedó inmóvil, portando una máscara de desprecio. Yo no sabía lo que iba a pasar. Nadie emitía ni un susurro siquiera. La madre dio la vuelta y se marchó del lugar como si nada. Su hermana fue tras ella, la tomó del brazo y le reclamó de que estaba abandonando el entierro de su hija. Ella, la madre, con los ojos ya desinflados de lágrimas y el rostro sereno, observó de nuevo al hombre y sin mirar a su hermana dijo: “Yo la tuve en vida y ahora es su turno de tenerla en la muerte.”
FIN
THE RETURN OF THE ABSENT
Under the gloomy starry night sky, tears kept hitting the ground. The weeping drowned the surroundings, while faces consumed by grief became numb to the point of being like statues. Not the slightest sign of consolation rushed over that destroyed woman. Her tears cloth was no longer enough, her sister grabbed her by the shoulders and tried to carry her away from the mournful scene, but she refused, uttering cries of anger and howls that would tear the most undaunted heart.
As the minister said his prayers, a presence approached the gloomy event. It was a figure full of suffering; although he did not show it, his meticulous steps were contemplated like a feline in unfriendly territory. We did not distinguish his face until we were at a favorable distance. The fog collaborated with the role of mystery that the visitor presented. The crying mother stopped momentarily, got up from the ground and, as if she had seen a fright, fixed her eyes on the stranger.
-You! -Of all the wicked creatures on the face of the earth, you have come! You who have not even sacrificed yourself for her, and now you are here after her end!
The whole atmosphere came to a standstill, neither the sound nor the wind wanted to intervene in that confrontation. The mother's sister tried to make a move but felt it was not wise, so she stayed still in her place, anguished and with her hands on her chest.
I was immediately curious, as were all the witnesses, as to who the individual who had just arrived was. He was a tall, thin man, his gray hair sticking out from under his dark hat. He was pale as mist and his eyes were gray like the deceased; his resemblance was spectacular, the shadow that covered his face was no match for the outstanding sharpness of those eyeballs.
At first, she said nothing; no manifesto rebelled at the mother's hostility. “Could he speak?” I came to wonder, as the tension in the environment increased. We went from a sad moment to one filled with anger and confrontation.
"I'm sure she left you,” the mother continued. "The woman you left me for, or you left her; which is more likely, since you have no emotional responsibility. And look! Here lies the fruit you abandoned! Inside that coffin and soon devoured by the earth! The one you never watched over and wondered about your abandonment! She lived until the day she died, knowing that you did not love her, and now she no longer has to wonder why her father never came to see her."
A silence filled the stage. The man wore a stone mask.
"You say nothing? Do my words not torment you? It was to be expected... Such a vile being who felt no remorse for deserting me after getting me pregnant would have no reason to say anything."
The mother slowly approached the stranger as she attacked him with her words, but he seemed immune to them. Each time the shadow of his hat covered his face more and more, eluding the perception of our gazes.
"Why did you come here?" She continued with an angry voice, “To apologize? I don't think so... To cry over your daughter's grave? If you ever thought of her that way. Have you ever thought of the times she longed to see you? God is witness to my rage against you and this is your punishment."
Suddenly, the man's face slowly lifted, his expression still the same, unchanging, with the difference that his eyes were watery. It was curious to see; not a cry or even a whimper, I began to wonder if that guy was a human being. He took steps forward, ignoring the mother, prostrated himself on his knees in front of his daughter's grave, and said unintelligible words in which only a phrase that desperately urged for “forgiveness” could be perceived.
I looked at the mother, she remained motionless, wearing a mask of contempt. I did not know what was going to happen. No one uttered so much as a whisper. The mother turned around and left the place as if nothing had happened. Her sister went after her, grabbed her by the arm, and demanded that she was leaving her daughter's funeral. She, the mother, her eyes already deflated with tears and her face serene, looked at the man again and without looking at her sister said, “I had her in life and now it is your turn to have her in death.”
THE END
Texto traducido con Deepl | Text translated with Deepl
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