¡Debí haber sido yo! ¿Por qué no los salvé? ¡Todo es mi culpa! ¡Merezco el infierno! Y repetía una y otra vez aquel pobre chico que ahora es un hombre. Los médicos han tenido que modificar las dosis que le administraban diariamente. Parecía que cada semana se volvía inmune a los medicamentos. Sus alaridos se escuchaban por todo el psiquiátrico y alteraban a los demás pacientes.
Estuve con él por esos días como auxiliar del psiquiátrico. Me enfermaba la cantidad de dementes que me rodeaban y me hacían el trabajo cada vez más difícil. Llámenme inhumano si se les antoja, pero disfrutaba como las torturas y los medicamentos reducían a conejillos frágiles a esos despreciables bastardos.
Mis momentos de paz eran los descansos en los que me relajaba en la parte trasera del psiquiátrico para fumar cigarrillos y beber junto con mis compañeros auxiliares. Dejábamos en manos de la suerte quien sería próximo en atender al primer paciente que se despertara a gritos, para mi desgracia siempre me tocaba a mí el hombre del castillo de naipes.
Ese delirante, molesto, miserable y ruidoso, parecía que no podía decir otras cosas.
¡Debí haber sido yo! ¿Por qué no los salvé? ¡Todo es mi culpa! ¡Merezco el infierno! Rezaba él cada noche como si recitara un poema con sagacidad métrica interminable. Yo suspiraba y pensaba en otras cosas, como el nuevo juego del mundial de fútbol que estaba por venir, o la llegada de mi nueva televisión plasma pantalla plana en mi nuevo departamento.
Me sentaba junto a él, nunca fue un paciente agresivo, solo mugía más que una vaca loca. Una dosis leve de sedante era suficiente para callarle la estúpida boca: “Es lo mejor, por el momento,” decía el doctor Montilla, y creo que tenía mucha razón.
El paciente no tenía tendencias suicidas o ganas de lastimar a alguien, para él era suficiente su castillo de naipes; bien estructurado, hermoso. Sus ojeras parecían desaparecer con cada carta que tomaba. A pesar de sus veinticinco años, su cabello estaba más gris que las cenizas y exponía una severa calvicie en el centro de su cráneo.
Su boca estaba contraída por tanta droga que ingería, y el mismo efecto provocó que sus ojos negros se desencajaran. Cuando estaba calmado, hablaba de una manera muy sutil, precisa y elocuente. Rara vez hacía chistes para aliviar la tensión y el estrés que le provocaba el encierro. Una vez que terminaba el castillo de naipes, disociaba instantáneamente. Era como estar en presencia de una estatua, sin ninguna expresión y movimiento de parpadeo.
Fijaba su mirada al castillo de naipes que había creado, hasta que esa inacción se desmoronó. De un manotazo brusco derribaba su castillo y volvía a gritar aquel suceso traumático al que lo había condenado la culpa.
¡Debí haber sido yo! ¿Por qué no los salvé? ¡Todo es mi culpa! ¡Merezco el infierno!
No me dejaba otra opción que aplicarle la fuerza y administrarle los sedantes para mandarlo a dormir. El suceso en cuestión que siempre vociferaba aquel insólito paciente, se trataba de un incendio en el que él había perdido a su familia. Al parecer fue un descuido por una bombona de gas abierta que fue detonada por algún motivo. Otro informe policial que contrarrestaba aquella teoría, alegaba de que el incendio fue provocado por algún malhechor enemigo de aquella desafortunada familia.
El paciente solo tenía catorce años cuando eso sucedió. Quedó enajenado por completo al ver los cuerpos calcinados de sus padres y hermanos. Un hecho muy lamentable, aprisionándolo en las cárceles de la negación. Nadie creyó en su palabra, solo lo vieron como un muchacho trastornado que no pudo asimilar la muerte de su familia. Parece que la justicia no favorece a los locos cuando impone la opinión de un cuerdo académico con títulos de peso. Todo parece una conspiración, pero a nosotros que nos importa. No se nos paga por creer las fantasías enajenadas de los pacientes, sino para mantenerlos controlados.
Te vuelves indiferente, severo y rígido. Dejas de verlos como seres humanos y los comparas con animales de un matadero, pero luego piensas en que el único rasgo destacable que los diferencia, es que estos seres tienen historia. La del hombre del castillo de cartas es inaudita e interesante, siempre obsesiva y cansina; ligado a una rutina que aparentemente se volvía eterna.
Ese desvelo. Esa zozobra que le otorgaban esas cartas. Esa necesidad extrema de elaborar un castillo con ellas y revivir en su conclusión aquel episodio tan devastador. Todo tiene una razón de ser, obviamente, nunca la he comentado con mis compañeros, ya que ellos lo tomarían como un chiste solo por el hecho de provenir de un paciente tan desquiciado.
El origen es devastadoramente atroz; resulta que la noche del incendio, el joven despertó en la madrugada y bajó a la cocina para buscar un vaso con agua. De repente vio una asombra que se asomaba por el portal y eso lo palideció de miedo. Asomó su cabeza precavidamente y logró atisbar la figura de un hombre; lo primero que notó es que usaba anteojos con lente circular. El hombre estaba quieto sobre la mesa, elaborando un castillo de naipes.
El muchacho estaba anonadado con lo que veía, pero lo que más que le llamaba la atención del intruso, es su monomaníaco interés en terminar el castillo. Finalmente, lo hizo y se quedó quieto por un instante. El muchacho percibió un fuerte olor a gasolina y se echó para atrás, pero torpemente hizo un ruido que alertó al intruso.
El hombre se levantó de la mesa de inmediato, abrió una ventana y se escabulló por ella. Ya estando afuera, encendió un cerillo y lo aventó justo al lado de la bombona de gas; lo demás fue catastrófico. El fuego se esparció por todas partes. El muchacho, en vez de ir en busca de su familia, se encerró en su habitación como si eso le ayudaría.
Las llamas no tardaron en llegar a él. Estaba acorralado contra la pared; sin embargo, divisó la ventana y en pequeños saltos se escabulló por allí. Desde afuera vislumbraba como la casa se convertía en una fogata colosal. La policía lo encontró junto a los escombros ya hechos polvo; trastornado y sin ningún gramo de cordura.
Desde su ingreso al psiquiátrico, fue el paciente más difícil de tratar, hasta que se logró una rutina que fuese lo suficientemente poderosa para apaciguarlo. Después de diez años, el hombre sigue diciendo las mismas palabras. Sea cierto o no, que el incendio fue provocado por un intruso, hay que mencionar, que el padre del hombre, era un mafioso muy buscado; no solo por las autoridades, sino por otros convictos de su calibre.
¿Una muerte por venganza? Es lo más probable. Lo cierto es que hay gente poderosa que aún lo mantiene preso y con vida, supongo que eso es a lo que llaman “un infierno en la Tierra.”
FIN
HELL ON EARTH
It should have been me! Why didn't I save them? It's all my fault! I deserve hell! And the poor boy, who is now a man, kept repeating over and over again. The doctors had to modify the doses they administered to him daily. It seemed that every week he became immune to the drugs. His screams could be heard all over the psychiatric ward and disturbed the other patients.
I was with him during those days as a psychiatric ward attendant. I was sickened by the number of insane people around me and they made my job more and more difficult. Call me inhumane if you like, but I enjoyed how the torture and drugs reduced those despicable bastards to fragile rabbits.
My moments of peace were the breaks when I would relax in the back of the psychiatric ward to smoke cigarettes and drink with my fellow attendants. We would leave it up to chance who would be next to attend to the first patient who woke up screaming, to my misfortune it was always my turn to be the man with the house of cards.
That delirious, annoying, miserable, and noisy man seemed to be unable to say anything else.
It should have been me! Why didn't I save them? It's all my fault! I deserve hell! He prayed every night as if reciting a poem with endless metrical sagacity. I would sigh and think of other things, like the new World Cup soccer game coming up, or the arrival of my new flat-screen plasma TV in my new apartment.
I would sit next to him, he was never an aggressive patient, just mooing more than a mad cow. A mild dose of sedative was enough to shut his stupid mouth: "It's the best, for the moment," said Dr. Montilla, and I think he was quite right.
The patient had no suicidal tendencies or desire to hurt anyone, for him his house of cards was enough; well-structured, beautiful. The dark circles under his eyes seemed to disappear with each card he took. Despite his twenty-five years, his hair was grayer than ashes and exposed a severe bald spot in the center of his skull.
His mouth was contracted from so much of the drug he ingested, and the same effect caused his black eyes to uncross. When he was calm, he spoke in a very subtle, precise, and eloquent manner. He rarely made jokes to relieve the tension and stress caused by the confinement. Once the house of cards was over, he instantly dissociated. It was like being in the presence of a statue, without any expression or blinking movement.
He would fix his gaze on the house of cards he had created until that inaction crumbled. With an abrupt slap, he knocked down his castle and shouted again that traumatic event to which he had been condemned by guilt.
*It should have been me! Why didn't I save you? It's all my fault! I deserve hell!
He left me no choice but to apply force and administer sedatives to send him to sleep. The event in question, which that unusual patient was always ranting about, was a fire in which he had lost his family. It was an oversight due to an open gas cylinder that was detonated for some reason. Another police report, which countered that theory, alleged that the fire was set by some evildoer who was an enemy of that unfortunate family.
The patient was only fourteen years old when it happened. He was completely alienated by the sight of the charred bodies of his parents and siblings. A very unfortunate event, imprisoning him in the jails of denial. No one believed in his word, they only saw him as a deranged boy who could not assimilate the death of his family. It seems that justice does not favor the insane when it imposes the opinion of a sane academic with weighty titles. It all looks like a conspiracy, but what do we care? We are not paid to believe the alienated fantasies of patients, but to keep them under control.
You become indifferent, stern, and rigid. You stop seeing them as human beings and compare them to animals in a slaughterhouse, but then you think that the only remarkable feature that differentiates them is that these beings have a history. That of the man in the card castle is unprecedented and interesting, always obsessive and tiresome; bound to a routine that apparently became eternal.
That sleeplessness. That anxiety that those cards gave him. That extreme need to elaborate a castle with them and relive in its conclusion that devastating episode. Everything has a reason, obviously, I have never discussed it with my colleagues, since they would take it as a joke just because it came from such an unhinged patient.
The origin is devastatingly atrocious; it turns out that on the night of the fire, the young man woke up in the early morning and went down to the kitchen to get a glass of water. Suddenly he saw a shadow peeking out of the doorway and it made him pale with fear. He looked at his head cautiously and managed to glimpse the figure of a man; the first thing he noticed was that he was wearing glasses with a circular lens. The man was standing still on the table, building a house of cards.
The boy was stunned by what he saw, but what struck him most about the intruder was his monomaniacal interest in finishing the castle. Finally, he did so and stood still for a moment. The boy smelled a strong odor of gasoline and stepped back, but awkwardly made a noise that alerted the intruder.
The man immediately got up from the table, opened a window, and slipped out. Once outside, he lit a match and threw it right next to the gas cylinder; the rest was catastrophic. The fire spread everywhere. The boy, instead of looking for his family, locked himself in his room as if that would help.
It didn't take long for the flames to reach him. He was cornered against the wall; however, he spotted the window and in small jumps slipped through it. From outside he could see how the house was turning into a colossal bonfire. The police found him next to the rubble, already in shambles; deranged and without an ounce of sanity.
Since his admission to the psychiatric hospital, he was the most difficult patient to treat, until a routine was found that was powerful enough to soothe him. Ten years later, the man is still saying the same words. Whether or not an intruder indeed set the fire, it should be mentioned that the man's father was a wanted mobster, not only by the authorities but by other convicts of his caliber.
A revenge killing? Most likely. What is certain is that there are powerful people still keeping him imprisoned and alive, I guess that's what they call "a hell on Earth."
THE END
Texto traducido con Deepl | Text translated with Deepl
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