En el rincón más alejado del pueblo, Julieta se sentaba en el columpio más viejo del parque. El metal que la sostenía crujía siempre al balancearse. Había adoptado esta costumbre sin proponérselo, la soledad del ambiente combinaba con la de su interior. Buscaba la paz y allí en ese lugar encontraba lo más cercano a esa sensación.
Desde su posición el sol se tornaba anaranjado al esconderse tras las montañas, difuminando el cielo de rosados y morados. La brisa, a veces fresca y en ocasiones trayendo golpes de calor, ponía a retozar los rizos de su melena mientras los recuerdos de días pasados invadían su pensamiento sin pedir permiso.
Memorias de veranos infinitos en su niñez. El calor del sol en su rostro en los días de playa, el olor a hierba cortada y la sensación de total libertad que solo la infancia nos ofrece.
Alegrías que ahora, allí sentada sintiendo cómo el atardecer se desvanecía con las sombras alargándose sobre un cielo cada vez más oscuro, solo vivían en su memoria. Emociones de un tiempo irrecuperable.
Julieta cerró sus ojos queriendo detallar mejor las imágenes, aferrándose a ellas porque lo peor no es olvidar, es que te olviden, que dejes de significar algo. Al abrirlos vió las primeras estrellas asomarse en el firmamento y supo que era hora de regresar a casa. Se levantó del columpio con un suspiro de alivio, llevando consigo la certeza de que esta vez alguien iba a encontrar su cuerpo.
© Enrique Yecier
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