Sebastián sabía que pronto llegaría el final. Espero sentado, mirando la pared. Había leído cientos de veces las mismas palabras que otros habían plasmado en el muro.
Él también pensó en escribir su propia historia, dejar su marca antes de desaparecer, dejar su huella, como todos los demás.
Llevaba los días contados. Había recibido cientos de cartas que no había abierto. Pensaba que era mejor así, no atarse a ningún sentimentalismo para que la espera no fuera más dolorosa.
Era el único en aquel recinto. Las demás celdas estaban vacías. Uno por uno, sus compañeros cruzaron el corredor y nunca más volvieron.
Los guardas le llevaban su alimento. Trataban de animarlo, de hacerle saber que las segundas oportunidades existen. Sin embargo, él estaba atado a la resignación por el crimen que no había cometido.
Por las noches abría el sagrado libro que le permitieron tener. Lo guardaba bajo la almohada y leía un pasaje antes de dormir.
No quería recordar, no quería sentir. Deseaba que su corazón fuera de piedra, pero algunas noches, sin embargo, las lágrimas brotaban de sus mejillas como pequeños torrentes de desesperación.
Día tras día miraba lo que escribieron sus predecesores. Leía frases como «Muerte, divino tesoro, no te temo», o «Perdón, Dios, perdón»; «a tus brazos iré esta noche, amada mía»; y siempre se detenía en la que decía «Dios es mi pastor, nada temeré».
Palabras escritas por extraños, otros hombres condenados como él, quién sabe si de forma justa o injusta. No quería pensar en eso. El día en que encontró el cuerpo de su esposa lleno de sangre con un cuchillo a su lado.
Todo indicaba que fue él, que era culpable, aunque él había dicho que no lo hizo. Se estremecía cada vez que regresaba a ese recuerdo.
Algunos le creyeron, otros no. Y por eso estaba ahí, tratando de no pensar, de quedarse quieto y esperar con paciencia, esperar a que la noche deje de ser larga y el miedo infinito.